SIGAN LA IMAGEN

Sigan la imagen es el nombre del libro digital que hemos pergeñado en el Taller de Pablo Silva Olazabal.

Si quieren, pueden bajarlo para leer 8 cuentos y ver las ilustraciones que los acompañan, se descarga desde aquí, en tres formatos: 


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Naturalmente

El légamo pareciera querer salirse de la charca, se agita perceptiblemente y crea ondas que reflejan la claridad espesa del cielo. Nada más se mueve. Bueno, yo me muevo.
Me acerco con la intención de no hacer ningún ruido, de no quebrar ninguna ramita ni mover piedra alguna que me delate en esta mañana sin sombra. Llevo en la mano una vara para mantener el equilibrio. No preciso recargarme en ella, simplemente voy tanteando el suelo, como lo haría una persona ciega, y así puedo calcular aproximadamente adónde debo poner mi pie descalzo. La humedad del pasto es más tibia que el aire. Ha dejado de llover no hace mucho, y el último calor del verano parece elevarse de la tierra, pero a la altura de mi espalda ya no llega más que un vaho y siento frío.
A unos pocos pasos de la orilla me detengo, oigo leves sonidos de salpicaduras o acaso burbujas que ascienden desde el fondo y estallan en la superficie. Le dije que no fuera a asomarse.
Se lo dije hoy temprano, cuando salió con la rama que usa de caña y el hilo con ganchito al final, acompañado nada más que por la sombra mañanera tras de sí, pretendiendo pescar algo. No te asomes, nada vive allí, y eso que llevas no sirve más que para jugar en la playa. Debí seguirlo, buscar otro entretenimiento para él, pero soy una persona ocupada.
A media mañana estalló la tormenta y la luz se espesó alrededor de la charca bajo el cielo gris. Llovió como si nunca más, pero un rato apenas. Lo suficiente como para salir a buscarlo, qué estará haciendo afuera con esa lluvia, pensé.
Cuando abrí la puerta para llamarlo y vi que no caía ya más que una u otra gota descolgándose desde el borde de la quincha, sentí que algo no andaba bien. No sé otra manera de decirlo. Era eso nada más, una sensación de error. Algo estaba equivocado en el lugar.
Así que me descalcé y tomé la vara que uso siempre que voy hasta la charca para ir tanteando el suelo y no equivocarme cuando piso, entonces llegué hasta aquí y aquí me detuve. Hace ya un rato que estoy, imaginando como las burbujas que ascienden desde lo profundo del légamo estallan con ese plop fétido, apenas audible, sin animarme a desoír mi propio consejo, y asomarme a la charca.
Me decido, no puedo dejar que caiga del todo la noche sobre la casa y el jardín de la casa y el fondo de la casa y sobre la maldita charca sin alambrar, mientras no hago más que estar inmóvil, lejos pero al alcance del espejo de agua.

Hoy pensaba que... VIII

El placebo engorda.

Hoy pensaba que... VII

Soñar con lo que se puede pero no se hace porque no hay fuerza de voluntad es mucho más deprimente que soñar con lo inalcanzable. A veces, por el contrario, lo inalcanzable nos da el valor que se precisa para acercarse aunque sea un medio paso al sueño.

Leyendo poemas en la Estación Peñarol

La tarde aún era día y la noche no había asomado ni la enagua, sin embargo entró, decidida como si fuera dueña de casa, y sacando la voz desde el fondo del espíritu para que la oyeran bien dijo “buenas noches para todos” y bajando apenas un tono completó: “las damas sólo beben luego de que el sol se ha puesto”. Y así, como si nada hubiera de extraño, le dijo al patrón que estaba detrás del mostrador “sírvame una medida de ese uisqui de ahí”.
Si hubiera sido inocente, si hubiera tenido fe, quizás habría pensado que el hombre era un adivino, un mago disfrazado de bolichero atendiendo su alquimia justo enfrente de la Estación de Peñarol, donde la poesía estaba siendo.
Con un toque de picardía y otro de caballerosidad, mientras pasaba la rejilla eterna sobre el mostrador, el hombre le dijo, “Comonó, señora ferroviaria”. Y sin darle tiempo a pensar en nada, avanzó todavía más toreando el asombro de ella y con una sonrisa le dijo “la casa invita, Silvia”.
Ella no es inocente. No pensó en que el dueño del boliche era un augur esperando el momento para manifestarse. Así que preguntó y recibió la respuesta. Siempre hay un ferroviario reconociendo a otro en cada esquina de Montevideo. Siempre hay un minuto para saludarse.
Entonces, con aquel vasito de plástico que Elbia proveyó junto con el agua necesaria para aliviar la sed de los poetas, cargado ahora con el alcohol en la dosis justa para calentar la garganta antes de la lectura, cruzó la calle para reunirse con los oficiantes del rito poético. Y como estaba por llegar el momento de leer, dedicó esos últimos minutos previos a repartir lo que había impreso para que algunos pudieran seguir con los ojos su voz. Alguien se le acercó pidiendo otro ejemplar para “aquel señor de allá, no sé si lo conoce” y cuando miró se encontró con un oficiante pero de otra poesía. La de la música. El “señor de allá” era Yamandú, sacerdote de tambores, amo de la percusión que olvidó un día cuál era la dosis justa y se perdió para su religión de lonja y madera. Ella sabía perfectamente quién era.
Así descubrió que no ser inocente apenas importaba a la hora de presenciar situaciones mágicas, espontáneas, sin magos ni augures que las convocaran. Nada más alcanza con estar en el lugar y la hora apropiados.

Hoy pensaba que... VI

No se puede escribir acerca del amor. Se ha dicho todo ya. O tanto, que no se puede escribir acerca del amor.
Sin embargo, siempre volvemos a escribir. Cada vez que lo encontramos. Cada vez que se desaparece sin avisar, cada vez que se transforma.
Por que nunca se va del todo.
Siempre que se transforma el amor y sobrevive la lealtad atesoramos recuerdos, amistad, afecto un poco aséptico por la ausencia de humedades compartidas, pero igualmente tibio y suave. Esa ternura es materia amorosa que impulsa la escritura.
Siempre que se transforma el amor y el dolor sobrevive, crece en el interior un agujero, a veces oliendo a odio, a veces pudriendo el alma. El horror también exige ser escrito.
Siempre que alcanzamos la dicha del amor, lo sano gana la batalla. Estoy casi de acuerdo con que no se puede escribir algo nuevo acerca del amor, pero nada me impedirá agradecerlo, festejarlo y dejar constancia de que soy una mujer que ama en todas las formas que el amor se lo permite.

Un farol de señales

Ella quería un farol de señales para su casa. No era ferroviaria, pero amaba el ferrocarril. Me pidió que fuera al remate en su lugar y acepté, previa consulta con el sindicato al que había pertenecido y al que aún respeto, mal que le pese al Estado que me expulsó de AFE*. Los remates tienen algo mágico. Podés perderte si no conocés su liturgia, sus laberintos, sus reglas, sus señas y contraseñas propias de iniciados. Yo lo había descubierto hacía un año ya, a la hora de convertir una habitación de la casa en mi dormitorio. En aquella época el Ruso me había acompañado, en calidad de conocedor de muebles, para no volver cargando un desecho. Y al verlo actuar supe que era uno de aquellos a los que tales secretos le habían sido revelados. Al Ruso le debo que el montoncito irreconocible de madera encontrado en un rincón pasara a ser la cama hermosa en la que sueño, a veces dormida, a veces despierta. Cuando le pedí que volviera a asistirme y me ayudara a conseguir el farol, aceptó. Tengo la certeza de que dejó de lado sus propias urgencias para poder participar de aquel rito al que volvía a convocarlo.
El remate se haría en los talleres del Barrio Peñarol, barrio ferroviario si los hay. Estibados como al descuido estarían los faroles de señales; telégrafos de Estación; grandes mesas y estanterías de roble “del tiempo de los ingleses”; antiquísimos teléfonos de esos sin disco ni teclas, “a manija”; viejas máquinas de escribir Remington; y aquellas calculadoras de cinta, las mecánicas. Desde durmientes hasta vagones viejos.
Llegamos justo cuando daba comienzo la puja. No tenía sentido que me quedara allí junto al Ruso, igual que el resto de los extraños que la ocasión había reunido. Por otra parte él no me necesitaba. Así que sumergida en mis recuerdos me fui a recorrer el lugar al que no entraba por lo menos desde el año 1988.
Ese día aprendí algo que nunca hubiera sospechado. Algunas cicatrices para siempre son heridas, se abren al simple roce. Nunca desaparecen.
En el umbral del galpón donde estaban los objetos a subastarse recibí la primera punzada de dolor. Lo que se iba a vender al mejor postor era, ni más ni menos, parte de mi vida. Apilados y en desorden estaban los muebles que habían visto discutir a los ferroviarios en tantas asambleas, a veces interminables, estrategias de lucha, manotazos tercos contra un enemigo que, mientras robaba al país, también nos robaba a nosotros.
Vi las mesas de trabajo sobre las que nos inclinamos rutinariamente día a día tantos años para calcular el balance de cada Estación, donde contabilizamos mes a mes cuántos boletos vendidos, cuántas encomiendas enviadas, cuánto ganado, y madera y arroz y esperanzas transportadas. Allí estaban, impregnadas de satisfacción, las herramientas que empuñamos tantas veces cientos de trabajadores. Satisfacción recibida sólo por quienes saben que su trabajo pone en marcha milagros. Nuestros milagros eran sencillos: jóvenes en pueblitos perdidos que llegaban a sus escuelas y liceos, galleta y pan para el KM 329, la encomienda de la madre para el hijo estudiando en la capital...
Estaban allí, en esos muebles viejos, las huellas del dolor y también las de la solidaridad. En medio del desconcierto de sentirme herida todavía, con la repentina conciencia de la imposibilidad de olvido, de la mentira flagrante del poder curativo del paso del tiempo, lloré.
Lloré porque habíamos perdido la batalla. Por tanto sacrificio hecho por miles de ferroviarios para defender su dignidad, hoy repartidos por incontables organismos y oficinas. Lloré por saber que los que se jugaron a un ferrocarril obsoleto estarían disfrutando ese día. Lloré porque ni siquiera podíamos llevarnos un pedazo de historia; los capitalistas del recuerdo habían acaparado cada objeto, ofreciendo precios de oro por la memoria.
Me acordé del viejo Caulia ya en paz; de Gerardo y su almanaque; del Negro Vega y su ánimo; de aquella señora en San Ramón después de un acto –hija, esposa y madre de ferroviarios–, que me abrazó, llorando, y me dijo: “Yo tenía dos hijos, me queda uno porque el otro olvidó que traicionar es traicionarse". Reviví las noches en vela con la Flaca Carmen, en plena huelga, hablando con cada Estación... Me acordé del “mediador” devenido hoy en hijo pródigo. Volví a aquella noche en la Comisaría de Sarandí Grande cuando pusimos el tren a Paso de los Toros bajo control obrero. Y lloré.
Me alejé rumbo a las vías, a esconder mis lágrimas, a llorar libre y desesperadamente por la pérdida, entre los amados rieles ya oxidados, entre atormentados esqueletos de vagones de pasajeros que me habían visto aprender a jugar al truco, a tomar mate, a pasar hambre antes que carnerear, a amar lo colectivo antes que lo personal.
Cuando me adentraba en el predio, oí que alguien me dio la voz de alto.
–Por ahí no se puede pasar, ¿no vio el cartel?
Era un desconocido en uniforme de guardia privada. No me detuve pero alcancé a escuchar, mientras me internaba en lo que quedaba de los talleres, que alguien contestó: “Ella sí pasa. Ella es ferroviaria”, y oí sus pasos, escoltándome los metros que caminé a ciegas. Sentí su dolor, compañero del mío.
Nos saludamos, y estoy segura que ambos teníamos la misma poderosa certeza: Es sólo una batalla perdida. Aún no hemos perdido la guerra.
..........................................................................................11 de mayo de 2004
* Administración de Ferrocarriles del Estado

Crónica de dos fotos

Había pasado toda la tarde caminando y de pronto me encontré en un amplio espacio a cielo abierto, entre plaza y mercado, lleno de gente apurada sin prestar atención a nada ni a nadie. Pensé en buscar un lugar para hacer un alto mientras reflexionaba sobre aquella sensación de levedad que tenía esa tarde, tan distinta de los últimos días en los que me sentía pesada, sin ganas de levantarme cada mañana. Tanto pesan algunos sentimientos que parecen piedras de molino. La decisión de viajar a Buenos Aires, que me había llevado hasta allí esa tarde, había sido un acierto.
La ropa se adhería a mi espalda húmeda. Sentada en el verde terraplén alcé la cabeza. Miraba para ver, quería llenarme de belleza. Vi el jacarandá, que sembraba de azul subido el pedregullo de la plaza, volviendo mágico ese rincón donde unos contenedores amarillos le prestaban al árbol un fondo sobre el que destacar. Busqué la cámara en la bolsa que llevaba sujeta a la cintura –ojo, me habían dicho, no lleves nada que puedan arrebatarte– y traté de hallar un buen ángulo para la fiesta de colores.
La vi justo cuando iba a tomar la foto, detrás del árbol azul y de los contenedores de mantenimiento. Una mole anciana y digna, esperándome. Una sobreviviente. La Estación se alzaba dominando el espacio.
En ese momento recordé que tenía casi agotada la capacidad de la cámara digital, pero no podía elegir entre los árboles o la Estación. Verifiqué en pantalla qué quedaba de memoria para seguir fotografiando; ojalá que hubiera lugar para dos disparos más. A veces los deseos no son otra cosa que aire en el aire. Para darles carne siempre hay que perder algo así que miré rápidamente las fotos que tenía y decidí borrar dos o tres del viaje por el río. Demasiada agua.
Alcé otra vez la cámara y enfoqué los tres árboles, el jacarandá en el medio y detrás los contenedores amarillos. Caminé dos pasos hacia atrás, sobre el retazo de pasto, para abarcar la alfombra azul sobre la que se erguían, hermosos, los árboles. Y cuando iba a sacar la foto empecé a dudar. ¿Y si el espacio no alcanzaba bien para sacar la Estación? Así que dejando atrás el trío de árboles me lancé, mientras pensaba qué foto quería llevarme de Constitución. Crucé la calle sin mirar demasiado arriesgando quedar estampada en un ómnibus. Más tarde, si había con qué, volvería para tomar aquella foto de azules y amarillos, pero la Estación me llamaba, poderosa voz ineludible que me arrastraba hacia su interior y a la vez me conectaba nuevamente con lo que es para mí el mejor pasado, una época de aprendizaje e ilusión, de mi albañileo como mujer, época de amor y también de derrotas heroicas, como son aquellas en las que se ha dado todo con convicción.
Desde la puerta nomás adiviné la maravilla iluminada de las vías y los trenes, y la gente entrando y saliendo. El andén, pensé. Me llevo la imagen del andén. Levanté los brazos y enfoqué.


Si quieres ver las fotos: El Árbol azul sobre amarillo y los Andenes de Constitución.

Despojos

Mientras la vieja da vueltas alrededor de los cuerpos enredados, revoltijos de ropas y miembros, su brazo en alto hurga el espacio con una tea que hiede y humea enturbiando más el aire húmedo, espesando más el aire fétido. Dónde está el cadáver, adónde se esconde la maldita y su rostro muerto.
El silencio es una presencia leve, intermitente. Los andrajos que cubren los pies de la vieja no producen sonido alguno. Sólo el viento al pasar por las aberturas de Rashomon se hace oír, y el lejano murmullo de la lluvia llega en sordina. Dónde estará ahora que no puede reírse más, ni mirar con desprecio, adónde fue con su melena arrogante. Entre una claridad y una sombra se asoma sobre varios un cuerpo esbelto, su espalda se ilumina por un segundo y la vieja se ríe sin ruido, sin dientes en el agujero oscuro de la boca agria. Esta rajadura servirá para plantar la luz temblona, remisa; servirá para liberar las manos. Y sin saberse observada, observa en cuclillas con el pálido brillo de sus ojos, los ojos apagados de la muerta. Suave fue la piel, de crema fue y ahora cáscara. Sostuvo como si fuera una fruta de piedra desde la nuca la cabeza de la muerta, pesada como un recuerdo tenaz, y la apoyó con cuidado sobre el regazo. El cabello interminable, suelto y desvalido cayó hacia un costado, como un charco sobre las lozas del piso. Apoyó el cuerpo, toda ella en el suelo como un insecto mítico, ahora sí con el botín sobre la falda, y con una mano ajada y seca convertida en pinza, con un ritmo lento pero incesante comenzó a despojar del último adorno a la mujer, hecha un despojo ella misma. Uno por uno, fue hilvanando cada recuerdo amargo, atándolo con el hilo negriazul arrancado al cuerpo que pródigo, no se niega.
Atención, nuevo sonidos atraviesan el aire, uno que parece como de calzado, como de metal. Sobresaltada la vieja se detiene con la hebra que última se despegó de la piel muerta del cráneo que yace en su regazo, la mano suspendida como ajena a ella, colgando de lo oscuro. Este hálito helado no es el de la lluvia, tiene un temblor de destino. Con cuidado, como si pudiera disimular el movimiento al hacerlo más despacio, más gradual, levantó la cabeza cubierta hacia la sombra que está más allá de la llama que fluctúa, ya casi a ras del piso. Qué labios se aprietan ocultando la mordida del lobo que asoma en los ojos, qué vida escapará de la tenaza de esos brazos, del filo de esa Katana. El hombre de ojos de lobo hambriento miró el insecto plegado sobre el piso en el acto de depredar el cadáver meticulosamente, y torció la boca. Para que discutir ni alegar, si la condena es evidente. Pero cómo sostener el silencio, cómo no cumplir con el rito del condenado y negar el delito. Sobrevivir es una buena excusa para presentar a quien parece que busca una respuesta. Para sobrevivir se hacen cosas terribles, se toleran cosas terribles, pero la venganza no es amiga de nadie, así que mejor ocultar el minucioso relevamiento hecho cuerpo a cuerpo hasta encontrarla. Mejor dejar en las sombras el agravio recibido. Mejor callar la indignación arraigada tanto tiempo al abrigo del silencio de cada mañana e insistir en la necesidad última, la de sobrevivir.

Leer Rashomon de R. Akutagawa

A oscuras

Esta es la noche, no hay otra más que ésta. Si algo queda, si algo resiste luego de la lluvia, quizás haya futuro.
Pero esperar sin fe es como amanecer dormido sobre la escarcha. No se amanece así, se muere así.
Esperar a que amanezca como si lo único que quedara en el horizonte fuera esa luz atravesando las persianas. Como si lo único que puede ser aún es esa luz que la ventana impide. Eso es lo que hago desde siempre. Esperar.
Y no importa demasiado si la ventana recuerda un mapa, si los hilos de agua corriendo entretejen un destino prescindiendo de la parca, cursos de agua por donde se viaja sin objeto, sin prevención alguna, nada más que por viajar igual que si subiéramos a un pájaro, minúsculos como la gota sucia de viento que resbala vidrio abajo. Simplemente correr por el cristal que se extiende cada vez más y más abajo, interminable, sin terminar. Igual de monótono que el sonido de la lluvia, cayendo para siempre sobre los techos de la ciudad. El viejo y gastado sonido de agua sobre agua sobre agua. La misma siempre. Una y otra vez.
Esta es la noche. No habrá otra. Mañana quizás alguien recuerde que hubo una noche anterior —esta noche—, en la que alguien soñaba con un momento distinto, una luz más alta en el cielo que este foco apagado que se asoma entre gota y nube, entre luz rayando el violáceo fondo de la noche.
Soñar con un momento distinto es pensar en lo no-pensable. Los momentos se repiten una vez y otra, igual que el recorrido de las agujas sobre un disco vertical. Parece que las horas pasaran pero estamos atados a esta noche, despiertos y con sabor amargo en la boca. Esta noche es la última noche. Mañana no será un dato de la realidad. Quién dijo que existe “mañana”. Es nada más que una leyenda urbana. La de alguien que creyó despertar en otro día, a otra hora, sin pensar en que eso es imposible cuando se vive todo el tiempo alerta (o dormidos, quién lo sabe).
Qué pruebas puede haber de que hemos dormido antes, o que volveremos a dormir; qué pruebas, acaso, de que estemos despiertos…
Sólo hay una certeza. Esta es la noche. No hubo más que ésta. Y yo que creí que era posible una mañana o que fue posible un crepúsculo. Nada es cierto. Nada. Sólo me engaño, y lo que creímos saber se ha hundido en el tiempo muerto de las bibliotecas, llenas alguna vez de gente que creyó poder averiguar lo que sucedió pero dejaron de pensar en ello la última vez que pasaron la misma página y por casualidad cayeron en la cuenta de que volvían a leer lo mismo, una vez y otra vez, como el personaje de un cuento de terror.
Esta es la noche. Me levantaré de la cama totalmente lúcida, caminaré por la casa a oscuras, recordaré cada cosa en su lugar y por eso las cosas estarán allí, muebles, plantas, todo allí tal y como lo vengo soñando cada día; me levantaré, digo, y con un suave roce de los dedos identificaré el metal esperando por mí, el gatillo pronto, el seguro inexistente, cada bala en su lugar, una en la recámara.

Olvidos menores

Por más que pienso no lo recuerdo.
Sólo veo su cuerpo en el piso, boca arriba, la cabeza sobre un charco de sangre, minúsculo el agujero debajo de la pera apenas dibujada en una cara de niño, los ojos casi cerrados.
Estaba caído sobre el piso, los brazos contra el cuerpo en el cuarto adonde apenas cabía la cama y él, ocupando todo el piso, muchachón crecido como sin molde, las caderas más anchas que los hombros, como mirándome desde el piso cuando abrí la puerta que la madre no se atrevió a traspasar, o eso fue lo que me dijo mientras lloraba por teléfono.
Lo miré, desde esa distancia insalvable ya, lo vi desdibujado como si hubiera un vidrio esmerilado entre mi vida y su muerte. El padre no llora en el otro cuarto. No precisa consuelo. Le faltó valor para vivir, dictamina.
Le hablo. No sé ni qué le digo ahora que ya no podrá escuchar a nadie, pero casi estoy segura de que le pregunto el porqué. Quizás hasta maldije por lo bajo la cobardía de los vivos, por lo bajo para que los cobardes no oyeran —ni me oyera yo— mientras lloro para consolarme. No lloro como la madre, a quien se la oye llorar. Lloro como un río silencioso, refrescando la boca ardiente de bronca.
No sé qué me obliga pero pido agua y un paño limpio. No sé qué me hace pensar en la limpieza como parte de la dignidad del niño, y cuando me acercan a la puerta entornada un balde y una toalla le limpio la cara, le cierro del todo los ojos, descubro el otro agujero pequeño sobre el inicio del pelo, y me doy cuenta de que el charco sobre el que yace no puede enjugarse con él encima.
Así que lo levanto desde los hombros pero no puedo con él. Lo levanto desde las axilas pero no puedo con él. Grito y alguien viene. No es la madre ni el padre. No recuerdo quién viene. Lo subimos a la cama y otra vez sola limpio el piso lo más prolijamente que puedo luego de acomodarlo para que descanse mejor, sobre la cama luego de alejarlo del piso para que nadie más tuviera que verlo allí, tirado. Me pregunto si alguien avisó a la policía —deben haberlo hecho, pienso, cómo no si se mató con el revólver de reglamento del hermano, pienso— y sigo con ese estúpido rito de limpieza cuando ya nada importa. Luego me iré a casa, no sé a qué, para ir más tarde, como todo el mundo, a la sala donde lo velarán.
Después de tantos años, me despierto, hoy, con esta necesidad de saber por qué por más que pienso no recuerdo. No recuerdo si lo vi y no le di importancia. No recuerdo si no lo vi; y si no lo vi no recuerdo por qué no pregunté dónde estaba en ese momento el revólver. Y ahora que ya no hay a quién preguntar, ni nadie a quien le importe, yo necesito saber dónde estaba el revólver, aunque tampoco sepa por qué.

La boca bordó

Vivimos en una época en que las personas se exhiben. Parece como si necesitaran hacerlo para lograr una confirmación de su existencia, o una manera de conseguir cierta densidad, perder la calidad volátil y efímera de lo cotidiano y por dos minutos o dos horas ganar cuerpo a partir de ser visto u oído.
Hay personas que gracias al celular, con una sola llamada consiguen tal objetivo por la vía de matar varios oídos; imponen su vida y circunstancia, no sólo a quién recibió esa llamada, sino a todos los que vamos arriba del ómnibus, por ejemplo. Cada vez son más quienes exhiben su vida por este método. Si no se cuenta con mp3, un ipod o por lo menos una radio modesta, se está obligado a oír. No tenemos una membrana que nos proteja de los ruidos molestos, o de conversaciones que desnudan la vida propia y ajena, exponiendo los terribles recodos en los que todos nos empantanamos alguna vez. Antes, esos recodos se mantenían en lo privado, no se los aireaba con displicencia o peor aún, con fruición y a voz en cuello.

texto completo
    La mujer nunca pensó demasiado en el asunto hasta aquella tarde en el zoológico cuando escuchó a la señora. No es que alguien le hubiera preguntado algo, ni que estuviera con algún conocido, simplemente la señora contaba su vida a quien quisiera oírla. Y lo que tenía para contar era terrible.
    La señora había depositado a sus dos nietos en el espacio para juegos del zoo y allí esperaba como una araña, agazapada en la esquina del único banco con sombra de toda la plazuela. Cada tanto alguien cometía el error de sentarse allí a vigilar sus niños. Entonces, la señora-araña se inclinaba hacia delante o al costado según correspondiera y le descerrajaba al oyente de turno la historia de su cáncer y el sacrificio que hubo de hacer para llegar hasta allí con sus nietos, manejando el auto con mucho cuidado para no tener un accidente pues estaba recién operada y “en quimio”. En general las personas sonreían amablemente al principio, y luego, a medida de que los detalles se iban haciendo más sangrientos o patéticos, iban abandonando la sombra, de a poco, hasta que dejaban la sonrisa en algún lugar del banco y huían a la cálida y hospitalaria luz, a ejercitar la habilidad de sobrevivir al sol de media tarde en este enero cálido, en serio cálido.
    Todo esto era percibido por la mujer que ahora reflexionaba sobre el asunto, con la tranquilidad que provenía de no ser candidata a oyente pues estaba acompañada y por lo tanto no estaba al alcance de la telaraña que había tendido la señora en aquel banco bajo la reparadora sombra del único árbol que seguía firme, peleando por su espacio contra la arena de los toboganes y el metal de las hamacas.
    De pronto, alguien se mostró cortésmente receptivo por más tiempo de lo acostumbrado. Ahora vendrá la calma, pensó la mujer mientras admiraba a la persona que estaba siendo bombardeada sin misericordia alguna por la doliente abuela cancerosa (¿cancerígena?) porque de esa manera, supuso, gracias al bondadoso acto de oír que estaba ejecutando la nueva víctima, la abuela-araña quedaría satisfecha.
    Pero las cosas no son así. La vida no es así. El amable-oyente resultó ser el morboso-oyente, así que aquel par dialéctico quedó como soldado a la autógena, y la que necesitaba exponerse encontró quien le diera pie para avanzar en aquella enumeración de situaciones que iban de lo vulgarmente complicado a lo más terrible que le puede pasar a alguien; fueron recorriendo el camino despaciosamente, disfrutando cada pregunta y cada respuesta, agregando conmiseración por parte del morbo-oyente para vencer cierta reticencia en contar alguna cosa particularmente lamentable de la aún sobreviviente —recurso que se mostró exitoso cada vez—; agregando más amargura por la vía de contar las experiencias de otros y así confirmar lo que sin dudas era un porvenir de torturada expectativa, de estudio en estudio, de análisis en análisis hasta que, todavía la mujer no sabe bien cómo sucedió, la abuela cancerígena se paró para poder brindar una mejor perspectiva al oyente morboso y sin mediar ningún aviso con una mano bajó la cintura de su pantalón hasta la ingle y con la otra subió la blusa hasta el seno y las carnes blancas y costuradas, cicatrizadas, fruncidas como acordeón flácido, bordó como la boca apretada de una negativa, aparecieron a la vista de todos.
    La mujer piensa ahora que bien podría la araña haber hecho alguna señal, o haber hecho algún sonido anticipatorio que permitiera elegir ver o no ver. Una señal como la del fin del horario de protección al menor en la tele, algo que le hubiera permitido ahorrarse la imagen que desde ese momento no puede quitarse de la cabeza.

Hoy pensaba que... (V)

El valor de la sonrisa es incalculable. Nos falta una referencia relativamente objetiva como para medir sus efectos que varían tanto según las circunstancias. Una sonrisa puede —a veces— dar vida o acaso matar. Alcanza con situarla en la boca que ama o en la que odia. Alcanza con que los ojos sobre la boca que sonríe nos amen o nos ignoren.

Sin embargo pienso que a menudo el papel del que nos hace sonreír permanece oculto ante la maravilla evidente de la propia sonrisa. Y por eso no nos damos cuenta que alguien así es providencial para tener ganas de levantarse cada día. Es un energizante natural, un curador, no del envase que nos contiene sino de nosotros mismos. No de esa cáscara que permite el vínculo con lo que nos rodea, sino de mí, de ti. Esta que soy y que escribe, ese o esa que eres y que lee.
Por eso, cuando el curador se acerque a ti no preguntes cuánto se quedará contigo, sólo disfruta.

Hoy pensaba que... (IV)


* El monólogo como herramienta de comunicación es frustrante, aunque por el uso que se hace del recurso, pareciera que se desconoce su ineficiencia.

* Perder el tiempo es igual que ir por una carretera bordeada de nada con los ojos fijos en el horizonte.

* Si aumentan tu salario debido a una carga mayor de responsabilidades y no te permiten cumplir con ellas, seguro que se te va el aumento en medicamentos. Si frente a esa circunstancia no renuncias porque te convencen que en el corto plazo contarás con la posibilidad de hacerlo, ahorra el gasto en farmacia y ve directo al manicomio.

* Subir y bajar de la balanza no es un deporte que haga perder kilos. A veces, incluso, puede ayudar a ganarlos.

* Nada ayuda tanto como la autocompasión a la hora de aumentar en masa y volumen y a la vez, disminuir en la misma proporción el amor propio.

Al fin solo...

Buenas tardes, pase tome asiento qué habré comido que me dio esta alergia ya no sé cómo hacer para no rascarme tengo ganas de salir corriendo y cuénteme lo bien que le está yendo mientras la gorda esta me mira como si yo fuera dios y no la bendigo, si la apuro es capaz que sí, claro no la veo más gorda de ninguna manera se va rápido y puedo ir al baño a ver qué tengo en la espalda viene haciendo lo que le mandé seguro que ni por equivocación ésta se toma la sopa todas las noches y come fruta como le ordené pero mi amiga no hay que desanimarse tan rápido si no te animás rápido crepás con ese peso que andás cargando por la vida, vamos a ver si probamos otra semana más y luego ay me muero de ganas de fregar la espalda contra la pared vemos si es necesario atacar químicamente la situación dale con las pastillas a estas alturas no sé si quiere adelgazar o quiere empastillarse nomás pero claro, comonó, seguroquesí cómo no te voy a tener presente gorda si no hay dieta que se te resista carajo y no se levanta para irse mejor me paro yo y la levanto cuando le doy el beso de andate vamos vamos trate de dominar esa angustia que luego le da por comer y me das angustia a mí que me da por rascarme ahhh pero claro es eso sí sí vaya y arregle con la secretaria seguro que eso es el estrés que me está matando mejor voy a verlo al flaco no por hoy vamos a dejar el rito de la balanza tranquilo que andamos todos preocupados por la situación de casi se lo digo casi le digo ay que me muero de risa que me pica la espalda que si no se da vuelta le largo la risa y no se va más carajo esta nueva fiebre anda en la vuelta si estornuda en este momento me despatarro de risa y pierdo la clienta bueno bueno tómelo con calma que para que esto dure y me sigas pagando cada visita y no haya efecto rebote hay que ir bien despacito si no te vas ya de una vez me muero si no me rasco ya mismo ahhhhh por fin solo.


Carta sin fecha

Yo sé que se escriben muchos cuentos con historias de personas que en un momento de sus vidas se dan de frente contra la máquina que en vez de remolcarlos a su destino, sin saber cómo se les cruzó por delante y nunca más consiguen ser los mismos. Lo sé sin duda alguna, porque al final no son otra cosa que historias para contar algún día esto que nos pasa para siempre.
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    Les digo que yo hace mucho tiempo que sé eso. Lo que no imaginé fue que debía contar mi propia historia, escribirla, para que allá, a años de distancia, muros de mar de por medio, hubiera alguien —ustedes, mi gente— que pudiera recordarme, legitimar mi existencia adonde de veras cuenta, donde nací y adonde me gustaría regresar, aunque fuera para morir. Sé eso tan bien como que nunca podré volver.
    Cuando llegué a este lugar no dudé de que hubiera conquistado el sitio en que podría torcer la ruta asignada a alguien como yo; creí que había hallado un mundo alternativo a la monótona extensión de campo marino y tierra salada en que me crié. Salir de mi pueblo, ese vigía de la costa.
    Pero nadie puede escapar de sí. Esto es lo que aprendí no hace mucho, cuando él y yo, sentados en un boliche penumbroso y con mesas pegajosas, presos del aire conservado a fuerza de no ventilar demasiado, tuvimos esa conversación; cuando me lo dijo.
    Quería darte una sorpresa dijo. Creí que podría hacerte ese regalo y seguir viviendo como hasta ahora, pero habiendo pagado mi deuda contigo, dijo.
    Se molesta cuando lo miro sin hablar, sin preguntar. Querría que yo gritara, que armase un escándalo como las otras cuando se enojan con sus maridos, que desalojara esta mala sombra y de esa manera poder reconciliarnos luego, como otras parejas en la pensión, que se perdonan ruidosamente a la hora de la siesta. Pero no sé hacerlo. Él piensa —y puede que con razón—, que estas cosas se van amontonando en mí, y terminan por sofocar lo que pude haber sentido hace tanto ya, que no recuerdo ni qué nombre tuvo.
    Quiso saldar la deuda que tiene conmigo y no consiguió más que profundizarla. Me pregunto si ese hombre para quien trabaja se habrá reído cuando se lo contó. Si le habrá mostrado los dientes de tiburón agrio cuando le confesó que por mí le había robado. Es difícil no pensar en la cara de predador del hombre, o más bien en su mirada; eso no se olvida toda vez que la usó para seguir con ella el paso de alguien. Mi paso, por ejemplo. Ahora lo tiene de esclavo y deberá trabajar sin cobrar para pagar el robo, quién sabe cuánto tiempo. Por esa razón salgo todos los días a buscar con qué sostenernos los dos. Así que, por extensión me tiene a mí también encadenada, y esa entrega es lo que no puedo perdonarle, aún si mañana mismo consiguiera un pasaje que me devuelva a donde pertenezco.
    Esta sabiduría que me golpea tan duro porque tan duro costó adquirirla me dice que ustedes quizás prefieran no enterarse de estas cosas, pero yo preciso contárselas ya que no podré volver a abrazarlos ni a registrar en la memoria de ustedes un recuerdo distinto, amable. Si les cuento la historia de otra mujer, de una mujer feliz con su compañero y de esa manera los dejo contentos, no será a mí que recordarán sino a otra. Sería otra manera de desaparecer.
    Pero yo soy ésta que no encontró el sueño que vino a buscar sino otra melancolía ajena que se impuso a la propia, la legítima, la de mi pueblo reclinado y paralelo a la costa. Soy ésta que les escribe con miedo de olvidar los colores originales, los olores primeros con que creció, suplantados por los de esta ciudad y los de este río, ciudad puerto, pero vestida de viuda, no como mi pueblo enamorando al mar, no como Esbjerg sobre la costa. Yo soy ésta, que no podrá volver y que teme desaparecer de todas las memorias que le importan y sobrevivir nada más que en la de estos dos hombres que de una manera u otra han decidido los límites de mi prisión.
    Me despido ahora, porque no hay mucho más que decir, pero sepan que cada día me voy hasta donde puedo ver salir barcos para imaginarme en ellos, y lleno mi mente de las imágenes de mi pueblo vigilando la costa como esperando por mí, mientras lucho tercamente contra la sospecha de que esas imágenes no son más que un recuerdo adulterado —ellas también—, por la lejanía.

After Clarice...

Se echó hacia atrás en la silla buscando descanso, queriendo apoyar el agobio en algo más sólido que su propia espalda. Se echó hacia atrás, miró el techo y rápido cerró los ojos para evitar una lágrima liviana.
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    Esa mala lágrima que surge porque sí, sin grandes motivos. Esa lágrima liviana que no se sabe si viene a lubricar los ojos secos de mirar fijos cada página e imaginar al hombre abandonando un perro, o si viene porque es necesario llorar por alguna causa desconocida e infinitamente más importante que un perro abandonado, que un cuento escrito por una brasileña loca acerca de un hombre, culpable de abandono y loco, también él, abandonado a su propio juicio.
    Se alejó del respaldo, volvió a inclinarse hacia la mesa y cruzó las piernas acomodando el cuerpo para empezar a escribir, escribió. Notó en el aire un cierto aroma a muerte. Miró las hojas de las plantas, aún por cambiar de frasco a maceta, de agua a tierra, pero estaban verdes como siempre. Y el agua limpia. El aire tiene olor a muerte de hojas que aún viven pero se sabe que han de morir. Como se sabe que ha de morir el que aún espera en la cama ignorando quienes se fueron antes, apresurados por este aire de muerte.
    Este otoño de hojas doradas en que la carne de maestros muertos quiere enraizar, dejarse ir, estación de anticipadas tristezas en clave de verano, tiene un aire que huele a perro muerto enterrado en el jardín del fondo de un viejo apartamento en la calle Tapes, pobre animalito que fue amado y que quizás también amó.

    Pensó con pena qué fácil es dejarse atrapar por el melodrama, pensó que no se puede jugar con la memoria cuando se sufre de esta especie de trivialidad melodramática para la lágrima, pensó que no hay paraguas para esta sensación que ocupa territorios como si fuera ráfagas de tormenta. Pensó que mejor se pone en la boca una pastilla de menta, para matar el vacío.

Una memoria posible

Cuando pienso en escribir acerca del viejo me da miedo. El mismo que sentía al final, cada vez que golpeaba firme la pared con el bastón, o con lo que tuviera a mano. Tengo la sensación de que si en medio de la noche me pongo a contar lo que pasó, oiré su llamado. En medio de la noche, digo, porque no imagino escribir acerca del viejo cuando afuera es día y hay luz. El viejo golpeaba la pared cada vez que quería hablar conmigo. La primera vez que lo hizo, medio dramática por su circunstancia, me había sorprendido. Luego me pareció tan natural que iba siempre que me llamaba de esa manera. Ahora pienso que me recuerda a mi padre.
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    ... Vivíamos en el mismo corredor, uno al lado del otro, por lo que cuando me mudé nos cruzábamos a menudo. En esa época me tocaba el timbre cuando quería conversar. El tiempo dio lugar a una confianza más o menos sólida, pero poco justificada, o así me parece ahora. Nunca supe si había nacido aquí o había llegado de otro lugar, ni quise saber si había tenido un oficio que justificara tal cantidad de armas en las paredes, o si era un coleccionista
    ... Creo que no tenía a nadie el viejo, nunca habló de su familia y tampoco se lo pregunté. No abundaba en esos temas, no me convenía demasiado ahondar en ciertas penas trayéndolas a la luz cuando lo que quería era echar más y más olvido sobre ellas; a mí tampoco me quedaba nada. Por aquella época venía con cualquier excusa y terminaba sentado en mi único sillón mientras yo buscaba lo que me hubiera pedido dentro de las cajas aún sin desarmar, que apilaba detrás del murito que delimitaba la cocina separándola del resto del espacio. Sobre la madera que corona las hileras de ladrillos me acodaba para escucharlo como en el mostrador de un bar, mientras él, olvidado de lo que venía a buscar, me contaba historias inverosímiles que yo fingía creer. Siempre se fue con las manos vacías, porque nunca acomodé el contenido de las cajas en los estantes de la cocina por no valer la pena el esfuerzo.
    ... Recuerdo aquella vez que vino alguien; podía oírlos porque nuestros apartamentos están separados apenas por una pared delgada. Discutieron mucho esa noche. No podía identificar la otra voz como masculina o femenina, supongo que sería lo joven del timbre que impedía distinguirla. Tampoco se entendían las palabras. Oía el tono acelerado de la discusión, algún grito más agudo que otro, y la voz cortante del viejo cada tanto. Creo que ganó por desgaste, aunque no sé cuál fue el premio. O la condena, según se mire. Esa persona, que yo sepa, nunca más volvió.
    ... Estaba tratando de distraer mi atención de la discusión con tanto empeño que no me di cuenta de que el escándalo había cesado, absorto en una novela extraña acerca de un comisario loco en un pueblito de pocas almas. Así que cuando sentí el golpeteo firme y continuado contra la pared con lo que resultó ser el bastón del viejo, me sobresalté y salí disparado a ver qué le pasaba. La verdad es que no sé qué esperé ver. Temí que le hubiera dado un ataque producto del enojo por la discusión, pero no. Él estaba sentado en una silla que no le había visto antes, —bueno, es que esa fue la primera vez que entré a su casa— y no sabía que tenía una así, con ruedas. Lo había visto siempre caminando con dificultad, apoyado en su bastón, pero nunca en una silla de ruedas. La puerta estaba abierta, y como digo, allí estaba él, en su silla, bastón en mano, cerca de la mesa en la que había dos vasos vacíos y en el piso una botella astillada y también vacía. Recostado contra la pared del fondo como para no caer había un mueble sin puertas, con varias botellas más, llenas. Y por sobre ese mueble, amurada contra la pared una estantería con armas, colgadas de soportes o simplemente apoyadas sobre los estantes. Nunca había visto tantas juntas.
    ... Creo que quería que le alcanzara una botella del mueble para seguir bebiendo, pero nada más dejó caer el bastón al piso y me miró como si pudiera decir algo con los ojos enrojecidos, los labios como cosidos uno al otro, como si pudiese ahorrar palabras, no lo sé.
    ... Me acerqué para alcanzarle el bastón que rechazó con un gesto. Intentó pararse pero no pudo. Le pregunté si quería que lo ayudara a salir de la silla, o si quería que lo empujara hacia otro lugar de la casa, y volvió a negar. Así que me volví para levantar la botella y devolverla a la mesa, y cuando lo hube hecho caminé despacio y salí del apartamento sin darme vuelta a mirarlo, igual que si nadara en el silencio del viejo, sentado y mudo en el centro de la habitación.
    ... Me dio vergüenza verlo así, como quebrado desde adentro, y creo que él se dio cuenta porque nunca dijo nada de esa vez en que inauguró la forma de llamarme a cualquier hora de la noche, y en la que yo acepté, de manera tácita, que acudiría cada vez que lo oyera golpear. Nunca más volví a verlo de pie.
    ... Recién llegado al edificio, regresado de prepo a la soltería por causa de abandono, sin familia y sin amigos, me resultó fácil aceptar aquel asalto suyo a mi apartamento. En esa época, cuando llegaba de trabajar él me oía y se venía con cualquier excusa a conversar. También estaba solo. Y aburrido, creía yo. Me había comprado la ilusión de que era un pobre anciano solo y aburrido, y en cierta forma lo veía como mi posible futuro, tan enredado y hundido en mí estaba yo en ese período. Eso hacía que lo viera con una benevolencia que hoy me resulta difícil de entender, casi no me reconozco en aquel tipo solícito que lo dejó acercarse tanto, que fue perdiendo la paz hasta llegar a este que soy hoy, que tiembla si oye pasos en el apartamento de al lado.
    ... Cómo no me di cuenta de que en esa manera ávida de esperar el ruido del ascensor, y luego el de mi puerta para confirmar mi presencia, había algo más que soledad. Cuando me pongo a pensar, aplastado por una fría y metódica resignación, he llegado a preguntarme si la forma en que di con el lugar, tan rápido, tan apropiado, tan en cuenta, no tuvo que ver con alguna influencia del viejo, echando mano a conocidos, presos de favores que les hiciera en sus años de “servicio a la sociedad”, como decía a veces sin aclarar más.
    ... Cuando él ya no vino sino que fui yo quien iba a su apartamento, las cosas empezaron a desbordarse. No supe que estaba dejándome enredar en una telaraña de lástima o compasión por mí mismo en un supuesto futuro, y cuando creí entrever la verdad fue tarde para rebobinar. Él ya dependía de mí hasta para ir al baño y yo me dejaba mandar a fuerza de golpes en la pared, urgentes a mitad de la noche o casi al amanecer, o lacónicos cuando llegaba de mi trabajo, cansado por falta de sueño y sin ánimo para poner fin a esa dominación.
    ... Ahora que lo pienso, eso lo perdió. Depender tanto de mí. Se descansó en que yo seguiría sirviéndole y se descuidó de tal forma que no prestaba atención a lo que yo hacía mientras él estaba en el baño, o mientras comía como si fuera un animal ensuciando la cama o el lugar donde lo alcanzaba la urgencia del hambre. Era evidente que si hubiera vigilado mis movimientos, u ocultado mejor los cuadernos repletos de una escritura infantil, de analfabeto casi, todavía estaríamos igual, cumpliendo las mismas rutinas. Pero no fue así.
    ... Ya había visto que bajo la cama el viejo guardaba una caja con cuadernos y lo que parecían ser recortes de diarios. Alguna vez lo vi, revolviéndolos como si buscara algo de memoria, sin mirar, o como si hiciera un inventario de los recuerdos con sólo tocarlos. Los movía de un rincón al otro de la caja de cartón como quien pasa las cuentas de un rosario, mientras distraído movía los labios como rezando o repasando las fechas. Eran recortes bastante viejos.
    A esas alturas, en mi trabajo ya me miraban bastante raro, porque por acudir a la demanda desmedida del viejo no encontraba tiempo a veces ni para bañarme, así que al principio me cambiaba de ropa como para disimular y luego ni eso. Les veía las caras a los de la oficina cuando yo pasaba, frunciendo la nariz, haciendo gestos. Y bueno, tenían razón, yo hedía, pero no podía bañarme, el viejo me tenía como loco golpeando la pared a cada rato así que yo vivía en tránsito de mi casa a la suya y viceversa hasta que un día empecé a no volver a la mía. No me daba el tiempo ni para comer, así que comía a las apuradas sobre el rectángulo estrecho de la mesa que la fotocopiadora dejaba libre, porque no teníamos comedor en la oficina. El proceso de deterioro que empezó aquella noche y no sé si ha terminado aún, se fue haciendo evidente y a la vez inexplicable, para mí y para los que me rodeaban. Por qué me robaba tanto tiempo el viejo con sus pedidos que empezaron por ser amables solicitudes a lisa y llanamente órdenes, pasando por ruegos melodramáticos, yo no lo sé aún hoy. Nadie lo sabe. Ni siquiera los que con cierto rictus de tristeza y una pizca de horror me trajeron, después de romper la puerta del apartamento para apagar el fuego con que lo quise limpiar de los recuerdos del viejo —y de los míos, claro—, cuando supe quién era él y quién, acaso, era yo.

    A punto

    Otra vez, sube y a mí me vienen estas ganas de prenderme del pescuezo del tipo que no sé si bajarme o no. Me bajo, sí. Y llego tarde, no, no puedo bajarme. Ahí pasa para el fondo con el mismo verso de la madre que los abandonó. La niña siempre duerme. Qué hijo de puta, ¿qué le dará para que no lo moleste mientras sube y baja de los ómnibus?
    –¡Ese tipo es un delincuente!
    Ay ay, cómo me miró esa mujer, sí, mejor me bajo aunque llegue tarde, porque si no puedo aguantar, la puteada es peor.
    –Oiga, guarda, ¿me abre la puerta por favor?
    Suerte que estoy cerca. Y esa mujer, arrodillada ahí, ¿qué hace? Pero carajos, a los gritos pelados con esa chiquita, no puede ser tan bestia. Ahí en plena calle está a los gritos y la niña… mejor me paro a ver si me ve y no le grita, no, no miro, no puedo ver esto, no puedo ver esto ni imaginar cómo es cuando están solas, como hago para no ver ni oír esto y lo del ómnibus y aquel chiquito que canta ronco cuando sube en el 148, y aquellos que vi en la parada con el nailon, mejor me apuro a llegar así no se dan cuenta, capaz que no me ve nadie cuando marco la tarjeta, y si me apuro puedo cerrar la puerta y no me ven llorar, ni cuando llame a pedir hora para un médico y mientras tanto canto algo que me guste qué puedo cantar en silencio que sea pegadizo ah ya sé aquella de no, no, como un pájaro libre no es pegadiza no quiero no puedo capaz que mejor me voy y pido médico en casa capaz que mejor me voy y no salgo más de casa pero para llegar a casa tengo que tomar otro ómnibus y no puedo imaginar qué pasa si lo vuelvo a pescar al hijo de puta con la niña dopada o esta vez es peor, la miro y me mira y qué hago qué hago por favor qué hago.

    Amigas inseparables

    El viento empuja la puerta y ocupa todo el espacio. El perfume de Cristina inunda la cancel, llega antes que ella, la anuncia.

    Esta Cristina. Desde que la conozco cuántos perfumes se ha puesto encima… todos distintos pero iguales en lo dulzón, penetrantes que dan asco y se prenden en la casa como a vivir, horas después de que Cristina se ha ido.
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      Como siempre, apurada por ir al baño. Dale andá tranquila que voy a prender la estufa, sí, ya cierro, Cristina. Hace un frío bárbaro. Clavado. De qué otra cosa podría hablar: El frío, la ropa para el frío, la comida para el frío, los medicamentos para el frío y lo bueno que era antes cuando éramos jóvenes y no nos importaba el frío. Ya voy, Cristina, ya prendo la estufa...
      A qué engancha el perchero como siempre con lo que trae colgado, y sí, con una mano el armatoste y con la otra la ruana. No pasa nada, Cristina, si yo no cuelgo ninguna cosa de ahí… No te preocupes. A quién se le ocurre que yo preciso ese monstruo de madera a la entrada… Sólo a ella. Y bueno. Es mi amiga así que ahí lo dejo al monstruo, para que ella tropiece con él, se enrede en él cada vez que viene; espero que se descuajeringue de una vez y pueda tirarlo a la basura ella misma.
      Está bien, Cristina, vamos a la cocina que seguro está más calentito.
      Dónde será mejor poner la estufa, porque si está de frente se quema las rodillas y si la pongo a su espalda se la quema, qué ruidaje, tengo que arreglarle las rueditas. Qué cosa …
      Vení, pasá para el otro lado de la mesa que en poco rato esto se va a poner como un sauna. ¿De qué carta me hablás que no pude oírte con el ruido al mover la estufa?
      Esto me pasa por no prestar atención a todas sus rayas, que si no termino como ella o con la misma depre hace meses que me trae a cuento con lo del gimnasio podríamos ir juntas pero siempre anda con excusas ¿qué? ¿Qué está diciendo? ¿A ver qué es ese papel? Nonó, es imposible. No puede haberle escrito a ella y a mí no. Seguro que es algo que él escribió en aquella época y ésta viene a recordarlo ahora. Cristina está cada vez más loca con la edad.
      No puede ser, Cristina, si nos habían dicho que estaba en aquel barco que se hundió, mija, no puede ser. ¿Le viste bien la fecha vos?
      La muerdo, si vuelve a reír la muerdo, mierda por qué grita Olgaolgaolga como loca, se ríe o llora, me calienta que sacuda el papel en mi cara, ese papel con su letra. ¿De dónde sacó un papel con la letra de él?
      ¡Dámelo! Cómo grita carajo qué manera de gritar esta Cristina qué escándalo… Lo único que falta es que me dramatice un ataque esta loca, cómo es de caprichosa.
      A ver, Cristina, vení, tomá un vaso de agua, no me mires así que no sé qué te pasa, ¡tranquilizate! ¡Si abrís la boca te suelto! ¡Tomá tragá la píldora que te estás poniendo bordó!
      ¡Pa! como se le puso la cara, tipo moretón, un solo moretón grandote, qué cosa, si hasta parece que en vez de ayudar la pastilla le ha hecho peor, ¿no estará haciendo pamento? creo que lo mejor es arrastrarla hasta el dormitorio y que descanse mientras llamo a la emergencia.
      Siempre, dramática para todo, ésta… qué cosa.
      Uff cómo pesa. Si le habré dicho mil veces que… ¡ay! si no le saco los zapatos me ensucia la colcha pero dónde habrá andando con todo este barro y esas medias rotas ella tan chic siempre, que horrible pobre Cristina luego que se reponga le presto unas aunque el pie es muy chiquito quien sabe si le sirven las mías medio estiradas que raro que no se mueve ni un poco a ver ni se queja cuando le pellizco la pierna qué linda es y las mías son flacas sin gracia pero ella… cuándo vienen los de la emergencia, habrán llamado ya los vecinos porque yo supongo que me oyeron gritar, yo no puedo salir ahora, no la voy a dejar sola pobre Cristina mejor le saco el buzo que lindo ha de salir carísimo mirá que ponérselo para venir a verme a mí qué ruido raro hizo ¿a ver? no no, me pareció que se había movido pero se ve que fue un suspiro quien sabe lo que comió esta mujer, mejor le aflojo la cintura del pantalón, mirá, de estos no hay en la feria, qué bárbaro la guita que se pone encima y una con lo de siempre ay cuidado que si la zarandeo se cae al piso está como un peso muerto encima de la cama qué problema me trajo sin querer qué cosa pobre Cristina con lo mucho que me quiere venirle a pasar esto acá que yo no tengo ni donde caerme muerta, bueno en la cama podría ser, justo donde la puse pero qué dirá cuando vea las sábanas viejas ella que tiene unas de seda preciosas y a qué habrá venido justo hoy a medio día seguro que a comer no, y a invitarme tampoco ella ya sabe que yo no voy a los lugares en que ella come ni ella se animaría a venir a donde voy yo, después de todo a ella la roban nada más que por el mantel de tela y a mí me dan de comer riquísimo en la bandejita que me traigo ay, se mueve con un ruido raro, ¿Cristina, Cristina me oís? nada, para mí que algo raro pasa, voy a salir a ver si viene la emergencia, pero… si se despierta y no me ve? mejor me quedo con ella… mirá cómo tiene el brazo esta mujer, tan suavecito y hasta en el codo, si dan ganas de tenerlos así, aunque no sirvan para nada, qué cosa esta Cristina, a qué vendría hoy, seguro que a morirse en casa con esa ropa y esa valija, porque ahora parece que no respira esto sí es complicarme la vida a mí, a ver, ¿qué tiene ahí? lo único que me faltaba, toda esa plata junta y esa ropa, qué la parió, voy a ver si tiene el celular para llamar al marido a que venga a buscarla, disco algún número de esos de emergencia, pero… el marido va a decir que pude llamarlo antes, cuando se desmayó, en vez de andar metiéndola en la cama y mirando qué ropa tenía, es que así se iba a sentir más cómoda digo yo, pero él es hombre y no va a entender nada, qué cosa, y si le dio algo al corazón que andaba tan deprimida, con toda la plata que tiene o tenía bah, porque ahora que la pincho en la espalda ni se queja, para mí que sí, que se fue pal otro barrio y yo acá con todo esto. En fin, vamos a ver qué les digo cuando vengan y no la encuentren porque yo no me puedo quedar con esto acá, como si fuera un oso de peluche gigante, qué va a decir la gente, mejor me fijo cómo la escondo antes de que me vengan a preguntar qué pasó y no me crean nada, que ahora todo el mundo está loco y mata a todo el mundo pero a mí la gorda se me vino encima, con su perfume caro y su ropa lindísima que mirando bien hasta me queda casi como para mí, capaz que me la hubiera regalado… y los zapatos, ah carajos los zapatos son buenísimos pero no me entran esos los tengo que quemar junto con los documentos porque sin documentos no hay cadáver con nombre. Y me voy, porque dicho sea de paso, mientras llegan los de la emergencia siempre que la hayan llamado los vecinos, o el marido que hasta mañana no la va a extrañar si le dijo que venía para acá, puedo probarme la ropa que le saqué, quedarme con lo que me queda bien, y con las tarjetas y el dinero juntar todo y conocer al fin a aquella casa afuera a la que me iba a invitar hace mil años, eso sí estaría bárbaro y a ella le gustaría, también me la llevaría conmigo, no toda, claro, no puedo hacer eso, puedo cortarla con la sierra eléctrica en partes más o menos decentes y quedarme con un pedazo del brazo por si necesito abrir con su mano o cerrar algo para dejar las huellas igual que en las pelis, y después ver como lo desaparezco. Suerte que tiene un auto automático que yo de embragues no sé un pomo, ay esta Cristina, siempre igual, qué cosas me hace hacer, siempre pendiente de si está bien o está mal, venir a llorarme a casa por cualquier peleíta pero se ve que esta vez tenía motivo la gorda, esta vez venía a morirse y yo que no tengo nada para agradecerle así que no está mal que yo aproveche, sé que a ella le gustaría, y al marido ni hablar también le encantaría no verla más, como le ha gritado tantas veces en cualquier lado, le encantaría de veras y ahora se le hizo a ese gran hijo de puta.

      Ayer había una vecina despotricando en el almacén que no se sabía qué se está comiendo cuando come panchos, porque se sabe que le ponen cualquier cosa para aumentarlos. No sé porque, eso me vino a la cabeza ahora que estoy llena de sangre hasta los codos, después de haber fraccionado a Cristina y qué trabajo me dio, y me puse a pensar mientras lavaba la bañera y colgaba en el galpón la sierra que la única forma de saber qué se come una es conociendo al pedazo de carne que va a cocinar. Y eso, mi querida es imposible. Bueno, bastante imposible, porque mirando bien, entre lo que decía la pocha de que no se sabe qué le ponen a la carne y lo que decía ese otro por la tele de que somos lo que comemos, con lo que a mi me gustaría ser como Cristina creo que sé que voy a hacer con ese brazo cuando nos vayamos la ropa, toda esa plata, el resto de Cristina y yo a vivir otra vida, y por fin parecerme a ella para siempre, mi Cristina.


    A la hora de dormir

    Por la puerta entornada se filtraba la luz de la veladora. Me acerqué en silencio para disfrutar del monólogo a media lengua que mantiene mientras juega solito, pero estaba callado. Cualquiera hubiera supuesto que el pequeño dormitorio estaba vacío. Sin embargo yo sabía que allí debía estar, como siempre, esperando a que le leyera un cuento. No pude hacerlo.
    Me lo impidió la impresión que me causó la tijera en sus manos ensangrentadas, y la mirada fija en los ojos del gato que reía por el pescuezo.

    A brazo partido

    La ventana abierta dejaba a los sonidos de la calle instalarse en mi habitación. Era la hora en que no se sabe si estás por empezar o por levantarte de la siesta. La mejor hora para leer, si es que no puedes ocuparte de otras cosas más energizantes.

    La puerta del apartamento de al lado se estrelló contra los marcos. El grito de la vecina consiguió hacerme levantar la vista del libro.
    —¡No me oyes cuando te hablo! ¡No bajo el tono nada! —la petisa acuchillaba sin piedad la tarde.
    —Estoy cansada de repetir que no me tomes el pelo, y sigues —ya más cerca del llanto que de la rabia.
    Yo, como sin querer, me acerqué a las cortinas.
    —Pero si es cierto —le decía él— fui a la casa de Eduardo y ella estaba allí. ¿Qué querías que hiciera? ¿Que dijera hola y chau?
    —Pudiste volver más temprano, sólo eso. ¡Pero no! ¡Qué coincidencia! Tú llegas y la loca esa allí, y claro, te quedaste de copas hasta las miliquinientas. ¡Encima llegas a casa oliendo a alcohol! Seguro que empezó la cantilena de "comotextraño" y de teacordásdeaquello y lo otro, y lo de más allá... Si es como si la viera. ¡Esa yegua de mierda!
    —Pero mi amor, no te pongas así —bajito, él.
    —¿Cómo querés que me ponga? ¿Cómo querés que te crea? ¡Vos y tus amores me tienen podrida! ¿Cuándo vas a madurar?
    —Pero te juro, ¡no pasó nada!
    —¿Nada y te fuiste ayer y volvés hoy? ¡Pero vos crees que estoy de la cabeza! —gritando de vuelta.
    —Es que a Eduardo se le complicó todo y me pidió que me quedara con su padre... está paralítico, lo sabés —cuesta oírlo al vecino.
    —¡Claro! ¡Seguro que yo, además, soy la reina del carnaval! ¡Déjame de joder! —otra vez la puerta— ¡La culpa la tiene la hija de puta de tu madre que siempre quiso que te quedaras con ella y ahora te arma citas! ¡Vieja de mierda!
    —Bueno, Yolanda, ¡a mi madre no la metas en esto! —alzando la voz.
    —¿Ah no? ¿Y quién me lo va a prohibir? ¿Vos? ¡Pero haceme el favor! —y el grito restallando— ¡Pará, no te me acerques porque te mato!
    —¡Es que me sacás de quicio, Yoli! —me llega el ruido de un cuerpo golpeando contra la pared y oigo la voz ahogada de Yolanda. —¡Soltame! ¡No podés arreglarlo así! —la puerta vuelve a sufrir con el golpe sordo de lo que presiento es el cuerpo de mi vecina, con las manos de su marido en la garganta.
    Entonces me decido a bajar, pues conozco al vecino y le lleva 20 kilos y 20 centímetros de ventaja a la petisa. La puerta ahora contiene el forcejeo, y me lanzo a tocarles el timbre
    —Hola Yoli, ¿no me das un poco de sal?
    Y la cara de la peti, teñida de rojo subido por la pasión, me dijo todo antes de que ella pudiera acomodarse el bretel y limpiarse los besos del cuello. —No tengo, si compro te presto —me dice agitada mientras él se separaba de la pared, acomodándose la ropa.
    Me fui, yo también roja pero de vergüenza, mientras ellos se daban a esas actividades energizantes propias de la hora de la siesta.

    Hoy pensaba que... (III)

    En realidad, hacemos lo que podemos hacer de lo que debemos, y nada de lo que quisiéramos hacer.
    Para peores resultados, casi nunca suelen coincidir cualquiera de esas cosas con las que los demás imaginan que podemos, debemos o queremos.
    Así es la vida. Pero no es bueno renunciar a ella. Porque sucede (o eso dicen) que algún día se nos presenta la posibilidad de hacer las cosas que queríamos hacer (pero cuando ya no podemos), o ya no tenemos que hacer las cosas que antes debimos (justo cuando sí podemos hacerlas, y bien), o podemos hacer lo que debemos y queremos, pero nos hemos quedado sin ganas de lo uno y/o de lo otro...
    Tengo para mí que cualquiera de las alternativas es preferible a la última, que no es más que la oferta con descuento del pasaje al otro barrio.

    Hacia la luz.

    Se recargó sobre el brazo del hombre que la ayudó a bajar y de a poco fue desplazando su peso de un lado al otro, de una pierna a la otra, lentamente.
    ......Mientras se sostenía entre el vehículo y el hombre, éste se inclinó hacia el auto que aún tenía la puerta abierta y arrastrándolo sacó un bolso de mano. Despacio cruzaron la calle; en la noche parecía que un cuadrúpedo grande y torpe se tambaleaba, huyendo de la penumbra hacia la luz que se veía detrás de las amplias puertas corredizas, del otro lado del mundo. Era esa misma luz la que se reflejaba en el pavimento húmedo de llovizna helada insistente desde el comienzo de la tarde. La misma luz que los animaba a continuar, un poco más, otro paso que ya llegamos mi amor.
    ...... De un lado y otro de la calle nada se mueve más que ellos, y ellos lo hacen de tal forma que no se sabe si van o si no, como arrepentido el animal tras cada paso dado. Pero aún así, el efecto producido por adelantar desacompasado un pie y luego el otro, tenía que dar como resultado el contacto con el vidrio frío de la puerta iluminada.
    ......¿Cuánto demoraron en llegar hasta allí? Quién sabe. Un suspiro. Dos rezongos. Diez latidos o el doble de minutos. La medida es algo convencional, porque en realidad, el tiempo no se mueve en ninguna dirección. Simplemente es, mientras que somos nosotros quienes nos movemos por su dominio; muchos lo hacemos sin llegar a comprender su esencia jamás.
    ......Yo podría decir ahora, que quien iba con ellos pensaba en eso, porque el paso que iba a dar era fruto de la consciencia. Yo podría inventar que aquella que los acompañaba (que era llevada por ellos) conocía por ese instante único la esencia del tiempo y su trampa, abierta como boca oscura a la efímera existencia humana para hacernos creer su perennidad, y luego de dado ese paso iniciático olvidaría el secreto. Pero no puedo escribir eso porque ya se han descorrido las puertas de vidrio al influjo del ojo eléctrico que vigila la cercanía de los cuerpos, y ya el hombre grita desesperado mi mujer mi mujer ha roto la bolsa y el nombre completo de ella, y ya llega una nurse que intenta calmar al hombre con un “los estábamos esperando”, mientras la silla de ruedas es más rápida que la vista y se lleva a la parturienta que mira con los ojos llenos de agua esperanzada de que esa que viene con ellos nazca con todos sus deditos en manos y pies y traiga dos orejas, y una nariz chiquitita, y en la frente tenga luz.

    La carta

    Se despertó temprano, como todos los días, y miró el espejo al costado de la cama cubriendo la pared. Abrió los ojos grandes, sacó la lengua, frunció la nariz. Nada, pensó, soy la misma de siempre y sin embargo estoy muerta.
    Se levantó y arrancó, como quien oye el disparo de largada en una carrera hacia el baño, hacia la cocina, hacia la puerta. La facultad está cerca, pero ella no podía pensar en nada más.
    Se subió al auto viejo que le regalaron sus padres cuando se vino a la ciudad y tomó por la callecita que la deja sobre el río. Este río con ínfulas como las mías, carajo –pensó.
    La mano tiembla al buscar la carta. Casi arrepentida –para qué, si la sé de memoria– la encontró tirada justo entre los dos asientos delanteros. Levanta el sobre y por primera vez ve el remitente. Carlos Cualquiera. ¡Y quién mierda es Carlos Cualquiera? Cómo no me di cuenta de que esa carta no podía ser para mí, se dijo… Bueno, no lo dijo. Inspiró hondo, tanto que sintió que se mareaba, y luego largó una risa entre histérica y culpable. Y después de recuperar la apariencia de cordura decente que solía mostrar, encendió el motor del auto y sin pensarlo puso un rocanrol al mango.
    Después de toda una semana a ciegas y loca de angustia, volvió a la facultad, deseando que el siguiente fin de semana le trajeran a la beba otra vez.


    Hoy pensaba que... (II)



    * No sé qué me duele más: la evidente falta de ética de la sociedad, o la asombrosa falta de estética de la pobreza.

    * A veces identifico fácilmente el motivo de dolor que me provocan algunos hechos: alcanza con preguntarme en qué dirección quiero ir más de prisa.

    * A mis cincuenta años sigo preocupada por encontrar al culpable que, en uso de quién sabe qué potestades supremas, optó por darme la dudosa habilidad de escribir sin faltas de ortografía en vez de darme una belleza inolvidable.

    Hoy pensaba que... (I)




    El aburrimiento -o, según el caso, la monotonía– todo lo puede. Una buena dosis de uno u otra, aplicada convenientemente, tuercen la conciencia más recta.

    No hay sueño más profundo que aquel que nos invade cuando nos metemos en la cama después de repasar las cien cosas que dejamos sin hacer… otra vez.

    Siempre estamos dando examen de conducta. Por eso asombra ver cómo gente que se preparó tantos años para concursar pierde por insuficiencia o faltas a la hora de cubrir las vacantes para Honesto. Quizás la razón se halle en esa certeza oculta de que nosotros sí “somos distintos”.


    Acaso un liviano des-ahogo...

    El momento en que caí en la cuenta de que esas personas que conozco desde siempre dejarán de estar algún día, aún me escarba con su torno el pecho.
    Claro que sabía que todos hemos de morir. Pero, ellos no. Estaban antes de mí, y yo me iré y ellos seguirán ahí, como están ahí en este minuto mismo mientras escribo pensaba yo, sin saber que pensaba.

    Por eso los he amado (los he odiado) a los dos pero he dejado para dentro de unos días, para un poco más adelante algunos abrazos, algunas disculpas. Cada año que pasa dejo para más adelante un rato compartido. Porque ellos no pasan de estación y siento que sólo yo me consumo. Y este año fue como el de ayer, dejando para dentro de unos días ese momento de silencio mano propia sobre mano ajena, ese momento de ojos en los ojos para verme en ellos, y que se vieran en mí.
    Hasta ahora.
    Pero todo el tiempo que pasó no está almacenado para que pueda recuperarlo. No hay aliento para la palabra que no se dijo. Ni calor para el abrazo que no fue. Ni está el cuerpo acostumbrado al gesto de recibir y ser recibido en los brazos. No hay lugar para el silencio cómplice del cariño sereno. Persiste en la memoria (por el contrario) el sonido de la máquina de negar, chirriando desde el miedo oculto en el prejuicio, el castigo de la voz tejiendo un dibujo deforme en el que amar y odiar puede ser lo mismo.
    Y la culpa.
    Cuánta culpa cabe en mi estómago agarrotado de miedo por la pérdida que se entrevé en una madrugada próxima. Culpa por desear que terminara de una vez y para siempre esta vieja batalla entre progenitores y progenitados.
    Me rebelo contra la culpa, y ganando, pierdo muros afuera de la razón.
    Y aprendo.
    Que la culpa me seguirá por siempre, aunque no sea yo culpable sino los valores de vida con que machacaron el perfil duro de mi padre “para que fuera un hombre de bien”. Y lo es. Seguro que lo es. Pero qué carajos tenía que ver eso con el amor, digo yo. Con el amor para la flor delicada que le dio sus hijos, con el amor para sus hijos. Pero mi padre es un hombre de bien. Y tampoco él es culpable, ni su madre que lo penitenció detrás de la puerta, o de su padre que lo obligó a ser carpintero, ni de ambos que lo desgajaron del campo y se lo trajeron al Cordón…
    Es difícil no perder el tiempo hablando de la culpa.


    15 de junio de 2008


    Cuento sin verbos.

    Casi madrugada.

    La luz fría sobre los árboles, los pájaros en sus nidos, mudos.

    De pronto, revuelo en los pájaros cercanos, despiertos por el ruido en el cristal. Casi azul de golpes, la cara en la ventana.

    Cuchillas de vidrio, roja la sangre sobre la cara azul: de la ventana al suelo. La mancha en el empedrado húmedo.

    Brillante el silencio, nadie en la calle.

    Otra vez los pájaros mudos, en sus nidos oscuros.

    Prisiones

    De pronto parecía tan fácil sentarse sin pensar demasiado y mirar estúpidamente el papel esperando que desde algún recóndito lugar inexplorado surgiera la inspiración para hacer aquella carta. Despedirse parecía fácil, pensaba mientras se tironeaba del lóbulo de la oreja derecha como siempre que se abstraía del lugar en el que estaba. Pero para variar, lo que había pensado estaba alejado totalmente de la realidad que como siempre le golpeaba duro.

    No había manera de decir adiós, lo único que podía hacer era irse nomás. Carajo, pensó. Es la única forma y no puedo hacerlo. Adónde podría ir. Llevaba veintisiete años a su lado, estaban unidos como la palma y el higuerón. Y uno de los dos estaba muriendo.
    Parecía fácil, o eso había pensado todos los días de ese mes, y del anterior, y creía que más atrás aún lo había pensado; cada día al levantarse, cada noche al acostarse. Así que hoy decidió sentarse enfrente de una hoja de carta, blanca y aséptica como recién salida de la tintorería. Ahora se le ocurre que es por eso que no puede usarla como usaría a un amigo para contarle qué está pasando, por qué precisa huir, salirse de una vez por todas de ese espacio cerrado en que se le convirtió la vida. Demasiada pureza enfrente para explicar este sentimiento con olor a traición, a cobardía.
    Por eso, y porque no habría quién leyera la carta.

    Hubiera querido ser leído por ella, como siempre quiso ser oído, tocado, besado por ella, como quiso que lo amara o que se enojara con él para reírse luego, como antes. Como nunca más.
    Se paró más que nada para desentumecer la espalda y caminó por la casa sin prender las luces. Para qué, si nada desde hace casi un año ha cambiado de lugar. Se conoce de memoria el orden de los discos, así que al tanteo pone uno en el aparato, y vuelve a sentarse a la mesa; allí bajo un pequeño surtidor de luz, ordena el papel y el lápiz como si fuera algo imprescindible para continuar (¿continuar? qué idea más extraña).

    El blues araña la pared y no hay forma de ignorarlo. El papel tapiz se mantiene en su lugar de puro valiente nomás, aunque se nota que está a punto del colapso. La voz ronca deshecha bajo la armónica filosa, aguijoneada por el estilete encordado de una Lucille ya vieja pero nunca afónica, se le cuelga del cuello. La dolorida (doliente) voz le aprieta fuerte los testículos, y con el lápiz en la mano casi desfallecido ya, piensa que está –otra vez– a dos segundos de rendirse como si nada, y aunque ya sea noche volver como todas las tardes del último año al hospital donde sólo queda un cuerpo que todavía palpita.


    Otro inicio

    A veces el acto de tomar decisiones importantes se elude por mucho tiempo, permitiendo que sucedan cosas que podrían haberse evitado. La inacción suele traer consecuencias terribles. A veces –como en este caso– esa inacción sólo puede explicarse apelando a la medicina. Mi amiga la Pocha diría que ese “dejarse estar” demostraba que la mujer estaba rayada como bandeja’efainá. Y seguramente no andaría desencaminada al decirlo.

    Lo cierto es que la mujer había dejado pasar cuatro años y algunos meses para tomar la decisión de abandonar al hombre que le había hecho 3 hijos; llevaba uno de ellos en el vientre cuando cerró la puerta cargando con la ropita en el coche de bebé casi sin uso.
    Ese año inició piedra por piedra su reconstrucción. Primero parir, después respirar al aire libre, después estudiar para poder trabajar. Acompañó tales cosas con un vigoroso ejercicio todos los días que pudo bien temprano, con el diario en la mano. Entrevistas y concursos se sucedían, infructuosamente, hoy una fábrica textil (de las pocas que quedaban) mañana un examen de dactilografía para secretaria, mientras la casa de sus padres se encogía con los niños creciendo, mientras la amargura crecía en su interior.
    Ese día de invierno, a un año del nacimiento de su último hijo, volvía a la casa de sus padres con la espalda joven encorvada por la ausencia de noticias buenas para dar cuando abriera la puerta y la miraran con esperanza y un brillo cierto de pena en los ojos. Todo el día sentada frente a una máquina de coser, haciendo pasar bajo la aguja insolente mangas y mangas y mangas de camperas que nunca iría a comprar. Acabar una bolsa y empezar otra, una vez, y otra vez y así hasta el fin de la jornada. Hablar con la encargada para requerir una respuesta fue casi una hazaña. Deje su número de teléfono que le avisaremos, dijo. No hubo explicaciones ni excusas ni pago del jornal prolijamente trabajado.
    Todo eso cargaba la mujer en su espalda al cerrar la puerta de su casa, cabeza baja como quien busca algo para poder perderse de algo. Entonces, antes de que repitiera como casi todos los días del último año la respuesta negativa de siempre, el sonido familiar del timbre retrasó por un segundo más la lástima ajena, la bronca propia. Por eso, agradeciendo ese retraso, abrió lentamente la puerta, casi parsimoniosa o ceremonial, no lo sé bien.
    El cartero parado del otro lado extendía la mano con un sobre. Una comunicación oficial, firme acá señora. No cerró la puerta. No saltó ni gritó ni sonrió aunque fuera el mejor minuto en los últimos 6 años. Simplemente cerró los ojos después de leer y lloró en silencio un segundo. No más, porque había que preparar lo necesario para presentarse en AFE* al otro día bien temprano y asumir el cargo concursado casi un año antes.
    Han pasado 28 años desde ese segundo reparador y medicinal. De cómo se hizo otra mujer, de cómo aprendió a tomar mate y a jugar al truco, de cómo con otros robó un tren, quizás habría que escribir, pero en otro momento.


    * Administración de Ferrocarriles del Estado

    Invocación al verano...

    Hoy fue un día distinto. Me levanté a la hora de siempre y ni bien abrí los ojos tuve esa cálida sensación que siempre me maravilla, presentándose cuando casi estoy por olvidarla o cuando menos la espero. Me bañé, y cuando fui a vestirme se me ocurrió la idea de revolver en ese estante del ropero donde "archivo" lo que no suelo usar, para encontrar algo distinto y salir de la rutina de la ropa negra; hoy quería algo colorido. El día era gris, amenazaba lluvia, y yo me había despertado en plan de opositora a las manifestaciones del clima. Qué se joda la grisura.
    Encontré una blusa con grandes flores amarillas y hojas verdes con nervaduras de tonos de azul sobre fondo rojo. Qué fea es, ahora que lo pienso. Pero hoy de mañana eso era irrelevante para mí. Puede resultar difícil comprender lo raro de la situación si no me detengo un poco en comentar que, hace mucho tiempo, tuve mi época azul (jeans y camisetas y veinte años) y luego (quince años y quince quilos más tarde) inauguré mi época "dark", que dura hasta hoy.
    Pero esta mañana el alma me pedía batallar contra la costumbre y ansiaba el escándalo. Mi hijo —aún medio dormido a esa hora— me miró con cara indescifrable, y me sentí tentada de preguntar: ¿colorida y ridícula, o simplemente colorida? Colorida y punto, sentenció.
    Cuando mi jefa me vio llegar, se permitió alzar apenitas la ceja izquierda. Antes de darle tiempo a nada le dije que aquello no era una blusa sino una Invocación a Los Locos Días de Verano, y que no tenía más remedio que usarla porque temía que el maldito invierno no se terminara de ir. Mi jefa, que es una mujer increíblemente sagaz, guardó un silencio respetuoso y aceptó mi declaración con un gesto de comprensión. Ella es la única en mi trabajo que me conoce desde mi amada época azul, así que de mis otras dos compañeras —nuevas de toda novedad, para el caso—no esperaba ningún comentario.
    Pero lo distinto, como ya dije, había empezado en el mismo momento en que me desperté. Una no sale así a la calle y pone cara de yonofuí. Por el contrario, hay que hacerse cargo y poner cara de sinotegustamirápaotrolado, o, en mi caso, ser consecuente con el impulso que te hizo romper la rutina e ir con cara de "qué bueno es estar viva". Y cuando una está haciendo uso de ese don perecedero aunque volvedor que es la alegría de vivir, oye música. Lo aclaro por si alguien tiene dudas: la música es a la alegría de vivir lo que el perfume del jazmín del cabo a las vacaciones; nunca se sabe si aquel llega porque llegan éstas, o a la inversa; lo que está claro es que son inseparables. Y cuando digo que oía música digo que iba cantando para mis adentros, tarareando cuando me olvidaba la letra de ya no me acuerdo qué canción, pero más que eso, sintiendo con todo el cuerpo el ritmo con que se alternaban las nubes y las pequeñas cascaditas de sol que se despeñaban desde más arriba de los olivos que bordean mi calle, y la armonía del viento preñado de mar en la cara.
    Me subí al ómnibus –que llegó justo a tiempo– y el guarda tenía una sonrisa amable cuando me alcanzó el vuelto, y me alegré de que fuera mujer porque pude corresponderle sin despertar suspicacias en las viejas señoras del asiento de los bobos que indudablemente se hubieran horrorizado si el guarda hubiera sido varón (y se hubieran jodido porque le hubiera sonreído igual). Y me ofrecieron asiento pero lo rechacé porque me esperaba como todos los días una jornada larga atada a una silla de escritorio pero igual aprecié el gesto, y un bebé desde los brazos de su madre contestó con sonrisas a las mías, y cuando al fin llegué al trabajo el sol había ganado la batalla y ya no caía de a chorritos sino que inundaba absolutamente todo espacio entre cielo y tierra.
    Cuando se terminó la jornada nos invitamos con mi amiga a irnos de copejas. Un par, solamente, que mañana trabajamos, dije yo. ¡A dios gracias! dijo ella. Y sentadas en el bar, mirando a la gente pasar, entrar y salir, a veces admirando la apostura de algún representante del otro género, riéndonos un poco de todo y de todos, mi amiga me cuenta que ha visto en la tele que han encontrado en el hielo un dragón bebé y su dragona madre. Y que sí, que volaban. Y que sí, que echaban fuego. Y a mí que no me importa si es cierto o no es cierto lo que dijeron en la tele, que me alcanza con el cuento para que se me erice la piel sólo de pensar que algo que escribí alguna vez y que ni llega a cuento pudiera ser cierto.
    Me tomé el ómnibus de vuelta, todavía fantaseando con Animal Planet, y mientras soñaba en alas de dragones y rocanroles setenteros —obsequio del conductor, mi eterno agradecimiento— me prometí sentarme a escribir ni bien pudiera hallar el momento, y lo hice. Como siempre con pobres resultados, pero como siempre también, no me importa, así que ahí va:

    A esta hora en la que todo se llama a silencio enciendo mi cigarrillo de escribir —ese que no pude abandonar, como tampoco dejé el de beber o el de antes de dormir— y me dejo inundar por la sensación, siempre nueva, siempre gozosa, de la alegría de estar viva. Es incómoda esta sensación, lo confieso. Incómoda como ese par de zapatos que nunca me pondré, pero que me quedaría tan bien. Esta sensación toma posesión de mí, me asalta sin dejar resquicio para ninguna otra, y es sensual, como los tacones de aguja de esos zapatos rojos. Provocadora. Levito a quince centímetros del maldito llano aunque nadie lo note, y me balanceo al ritmo cadencioso de mi propio candombe, esa íntima cuerda de tambores que me repica en la sangre y obliga a mover las caderas. Nada más —nada menos— que porque estoy viva. Qué importa que no combine con lo que llevo puesto —este casi medio siglo a la espalda—, si me hace sentir así, portadora de la capacidad de asombro, mil veces estrenado y otras mil a estrenar.
    Aunque a veces el asombro provenga del horror. Cómo repudiar este don que me hace hermana del dolido prójimo, objeto inocente de la locura de una parte de la especie humana. Cómo renegar de esta habilidad que me viene de sangre, si me llena de luz cuando el aire se vuelve dulce de jazmín o trepida en la madrugada que relampaguea. Cómo no agradecer la magia descubierta en un atardecer, irrepetible luna, cimitarra que cuelga para mí cualquier noche y despena penas con su filo plateado.
    Qué milagro disfrutar de este sentimiento, sabiendo que —al igual que la inexorable llegada del invierno— también llegará la ansiedad de su ausencia, y la consoladora certeza de que un día cualquiera, cuando menos lo espere, volverá a repetirse y me despertaré pronta para la batalla contra mí misma, dispuesta al escándalo de vivir en pleno asombro. Porque si no fuera esto así, si todo fuera sólo luz o todo sombras ¿qué ojos nos serían necesarios, y cuál la medida de la felicidad?


    15 de noviembre de 2005


    Humo nocturno

    Una noche cualquiera de insomnio como la de hoy, oigo el viento que atropella las ventanas, enciendo la luz, y me siento en la cama a escribir, con la única finalidad de acallar las voces que desgarran el silencio de mi cuarto de pensión.
    Escribo que apago la luz, hundiéndome en la tiniebla como quien desaparece en el agua oscura de un mar desconocido.
    Escribo que me acuesto sobre mi lado derecho –el corazón no se anima a soportar mi peso– oyendo el tic tac del reloj insistiendo en sincopar al viento que levanta olas de cristales.
    Me estiro, lentamente, tratando de alcanzar los límites de la cama en un vano esfuerzo por aflojarme mientras los gritos resuenan en mi cerebro.
    Me llevo las manos a la cabeza y aprieto con fuerza mis oídos; cierro mis ojos y la boca hasta que me crujen los dientes para ahogar los gritos de una vez, para que desaparezcan.
    En el momento en que la náusea quiere subir por mi garganta, elevo las piernas flexionadas hasta la altura de mi pecho. Las rodeo con el brazo izquierdo e inclino mi cabeza hasta que la mandíbula se encuentra con mi cuerpo.
    Me siento inundado por aquel olor, repugnantemente dulce. Me marea la desesperación que veo en los rostros de esa gente que nunca debió estar allí. Desfilan en ese instante las caras, las bocas abiertas al grito que sólo yo oigo, las llamas empapando los cuerpos de rojos, ocres y tizne.
    Recién cuando el otro brazo me ofrece el pulgar de mi mano derecha, la náusea parece remitir, y con ella la tentación; esa abrumadora necesidad de volver a encender los fuegos, de buscar otra vez el placer absoluto en la hoguera, paridora de criaturas salvajes, danzando sobre el telón de fondo de la oscuridad.
    Entonces, dejo de escribir, apago la luz, y recostado sobre mi lado derecho (es como mejor duermo) flexiono las rodillas, meto el pulgar en mi boca y espero otra mañana que me dé descanso hasta la próxima batalla contra el impulso que una noche cualquiera volverá a reclamar que encienda mil hogueras en la ciudad.



    Cuestión de estilo...

    La rotonda del Palacio Legislativo estaba vacía y callada hasta que llegaron. Ómnibus y camiones descargaban atropelladamente a la muchedumbre, que iba sumándose a la que llegaba de a pie. Horas antes los obreros de la construcción habían estado allí, y en ese momento quedaba sólo una carpa con algunos que cuidaban los carteles de plastillera con consignas.

    El cinturón policial rodeaba apretadamente el Palacio cuando los trabajadores del Estado arribaron a la calle vacía por el tránsito cortado. El ambiente bullicioso pero pacífico se prestaba para aprontar un mate que atemperara el frío de la tarde.
    Entró en la carpa a pedir agua para el termo. En los minutos que demoró en calentarla, todo cambió.
    Cuando salió los policías de a caballo habían dejado atrás la barrera que rodeaba el Palacio y caían sobre la multitud. Oyó los gritos y sintió el sablazo de plano en la cabeza. Con el termo roto a raíz del golpe recibido arrojó el agua hirviendo hacia el caballo del milico. Y sin pensarlo, también disparó el termo contra la parte de abajo del capicúa.
    Corrió con la gente esquivando sables y palos.
    La multitud se desboca, desconoce el “repliegue ordenado” que en ese momento no es más que una entelequia teórica. Una compañera tropieza delante de ella, se inclina, le pega un tirón de la campera casi ya en el suelo, y levantándola con un esfuerzo profundo se apoyaron las dos contra la alambrada del edificio anexo que seguía en construcción por aquellos años. Sin poder hurtar el cuerpo quedaron, por un minuto interminable, a merced de la locura hasta que pudieron zafarse sin explicarse cómo.
    Dos horas más tarde los informativos la mostraban, en un primer plano televisivo, descargando el termo sobre el caballo. Nada del sablazo previo. Se tocó la cabeza calibrando el daño y el dolor le atenazó el brazo.
    Remangándose con cuidado descubrió cuatro franjas de un morado subido, huellas dolorosas de golpes que al calor del momento ignoró y que venían a recordarle que el termo y el mate no están bien vistos en las manifestaciones.


    Escaleno III (o Sujeto Omitido II)

    Texto referido a Canarios de Yasunari Kawabata

    La voz en el teléfono sonaba desesperada, más bien una mezcla entre desesperación y resignación. Ahora que lo pienso creo que a veces es lo mismo. El hecho es que no me dio tiempo a nada y cometí el error de decirle que viniera, que estaría esperándola.
    Cuántas veces habíamos hablado de esta posibilidad, y sin embargo, pese a ello, cuando se concretó no me halló preparada. Seguramente porque parecía imposible la historia que se empeñó en repetir todo este tiempo para prevenirme. Hay personalidades que sólo existen en las historias falsas de teleteatro.
    Cuando abrí la puerta eso fue lo que vi. Una mujer disfrazada de otra. Una mala actriz de teleteatro malo. Casi a punto de no dejarla entrar estaba cuando ella me apartó del umbral y avanzó decidida hasta el centro de la sala. Buscó un lugar adonde dejarse caer descuidadamente, como quien trae una carga invisible y me lo soltó sin aviso. El cuento de la niñita inválida. Yo la miraba con ojos de horror. No por el cuento que yo sabía ya que eso era, sino por la situación concreta. Estaba ante una mujer que me había golpeado la puerta para contarme una historia posible pero inexistente, porque creía que así recuperaría a su marido. No. Tampoco era eso.
    Esa mujer vino sabiendo de antemano que ya no tenía marido, porque no era la primera vez que ponía en práctica esta rutina, él ya me lo había contado. En realidad, lo que me espantaba de esa mujer era su sangre fría, su actuación con el único objeto de lastimar a su marido un poco más.
    La dejé decir su parte mientras la observaba, y viéndola frente a mí tuve una imagen de él que nunca antes se me había presentado.
    Yo sabía que hacía años él era infeliz a su lado y que por esa razón más de una vez se había visto inclinado a buscar afecto en otra mujer. Él mismo me lo había contado mientras describía –ahora pienso que de alguna forma regodeándose– los incontables desprecios y pequeñas maldades que durante todos esos años ella le había inflingido. Por tanto eso no era nuevo.
    Lo nuevo fue darme cuenta que hasta ese momento yo había dado por sentado de forma inconciente quizás, que no podía ser tan así. Que, en realidad, era una excusa que él buscaba para evadirse de una relación que no le satisfacía ya, pero que aún le resultaba cómoda. Descubrir que era cierto que vivía con alguien que podía llegar al extremo de hacer lo que esa mujer hacía en mi casa en ese momento significó para mí un corte tajante entre lo que había sido mi interés por él y lo que era ahora simplemente asco. Y miedo, claro. Miedo de que esa mujer enferma pudiera dar un paso más hacia el absurdo y tomara alguna actitud más drástica que golpear mi puerta.
    Así que, cuando me descerrajó la parte de los canarios decidí que se los haría llegar como forma de saldar para siempre esa situación, para que se olvidara de mí. Le mandaría los canarios, y junto con ellos a su marido al que no pienso volver a ver jamás, pues ha de estar muy enfermo, tanto como ella para aceptar pasivamente la vida a su lado.

    Escaleno II (o Sujeto Omitido I)

    Texto referido a Canarios de Yasunari Kawabata





    Me di cuenta de cómo estaba la situación cuando vi los bocetos en el estudio. Allí estaban. Sobre la mesa grande donde apoya sus papeles y parte de los tubos de colores y pinceles, en medio de aquel aparente desbarajuste estaban los rasgos de la mujer apenas delineados con una carbonilla gruesa. La cara de la mujer en primer plano, de frente; en una esquina superior sólo los ojos y el ceño, en otra lámina todo el contorno del perfil y parte del cabello detrás del minucioso detalle de la oreja derecha. En otra, los labios como saliendo de la página y los ojos y nariz apenas esbozados.
    Vi los bocetos y supe que esa era la última. Las otras habían dejado su huella en el estudio, quedaban más o menos completas sus fisonomías, pero no pudieron llegar a cuadro. Yo me encargué, como me encargaría de ésta también.
    Averigüé sus datos en la libreta manchada con dedos de colores que cuelga al lado del teléfono y la llamé. Quedó de recibirme esa misma tarde. Me preparé cuidadosamente para la entrevista.
    Yo había aprendido que no hay mejor forma de desprestigiar a un hombre que mostrándose miserable. Parece que la miserable no es culpable de serlo, el culpable es él, por haberla elegido para sí, y seguramente no habrá mujer que sabiéndolo, quiera ser vista con él. Así que me puse el conjuntito de visitar a las amantes de mi marido. Un trajecito negro ratón, bastante viejo, unos zapatos chuecos de taco que sólo uso en estas oportunidades, me pinté con el color bordó más horrible que encontré pero con cuidado, la miseria no puede ser ridícula porque entonces el efecto no es el mismo. El pelo bien sujeto detrás de la cabeza en un moño prolijo. No sé por qué me preocupo tanto por el pelo, si después de todo lo que les digo, lo menos que quieren ver es mi cara, en seguida entran a buscar objetos perdidos por el suelo o a los lados, no vuelven a mirarme a los ojos.
    Me recibió, con aquella expresión de ansiedad en la cara que tan bien les conozco. Me senté sin esperar a que me lo ofreciera, y ahí nomás le dije que estaba apurada porque debía ir a recoger a nuestra pobre hija inválida. ¡Qué cara puso! ¡Cómo! ¿No le dijo que tenemos una hijita enferma? me asombré, mientras intentaba no reírme. Entonces aprovechando la circunstancia me escondí tras el pañuelo que me apresuré a sacar de la cartera. Eso hubiera sido suficiente. Supe que ya había ganado la partida y que esa mujer desaparecería inmediatamente. Cómo iría ella, tan buena y bonita a sacarle el marido a una pobre mujer ajada y pasada de moda, y encima un tipo con una carga como esa: una niñita inválida. Pensándolo bien, qué hijo de puta este tipo, ¿no? Dejar a la pobre mujer sola en su casa, desentendiéndose de su hija para jugar al artista-amante. Ni modo de pescarlo algún día con la hija colgándole de la espalda.
    Eso era suficiente, digo. Pero se me ocurrió algo divertido y quise probar: Hacía tiempo que andaba con ganas de tener una pareja de canarios. Así que se lo dije. Le dije que mi hijita (ni sabía que nombre inventarle) adoraba los canarios y que no habíamos podido comprarle una parejita porque él no era capaz de ocuparse de sus asuntos como padre, correctamente. Ni siquiera se lo pedí. Simplemente lo comenté, como un ejemplo de lo insensible de su actitud. Me despedí rogándole que no lo viera más, porque no podríamos hacerle frente a la vida solas, mi hija y yo. Y me fui.
    La otra tarde, cuando entró a casa con los ojos de carnero degollado, triste y con los canarios enjaulados, pensé que me daba un ataque de risa. Quién sabe qué le habrá dicho ella para sacárselo de encima.


     
    Plantilla modificada por basada en la minima de blogger. La foto del header también es mía.