Un farol de señales

Ella quería un farol de señales para su casa. No era ferroviaria, pero amaba el ferrocarril. Me pidió que fuera al remate en su lugar y acepté, previa consulta con el sindicato al que había pertenecido y al que aún respeto, mal que le pese al Estado que me expulsó de AFE*. Los remates tienen algo mágico. Podés perderte si no conocés su liturgia, sus laberintos, sus reglas, sus señas y contraseñas propias de iniciados. Yo lo había descubierto hacía un año ya, a la hora de convertir una habitación de la casa en mi dormitorio. En aquella época el Ruso me había acompañado, en calidad de conocedor de muebles, para no volver cargando un desecho. Y al verlo actuar supe que era uno de aquellos a los que tales secretos le habían sido revelados. Al Ruso le debo que el montoncito irreconocible de madera encontrado en un rincón pasara a ser la cama hermosa en la que sueño, a veces dormida, a veces despierta. Cuando le pedí que volviera a asistirme y me ayudara a conseguir el farol, aceptó. Tengo la certeza de que dejó de lado sus propias urgencias para poder participar de aquel rito al que volvía a convocarlo.
El remate se haría en los talleres del Barrio Peñarol, barrio ferroviario si los hay. Estibados como al descuido estarían los faroles de señales; telégrafos de Estación; grandes mesas y estanterías de roble “del tiempo de los ingleses”; antiquísimos teléfonos de esos sin disco ni teclas, “a manija”; viejas máquinas de escribir Remington; y aquellas calculadoras de cinta, las mecánicas. Desde durmientes hasta vagones viejos.
Llegamos justo cuando daba comienzo la puja. No tenía sentido que me quedara allí junto al Ruso, igual que el resto de los extraños que la ocasión había reunido. Por otra parte él no me necesitaba. Así que sumergida en mis recuerdos me fui a recorrer el lugar al que no entraba por lo menos desde el año 1988.
Ese día aprendí algo que nunca hubiera sospechado. Algunas cicatrices para siempre son heridas, se abren al simple roce. Nunca desaparecen.
En el umbral del galpón donde estaban los objetos a subastarse recibí la primera punzada de dolor. Lo que se iba a vender al mejor postor era, ni más ni menos, parte de mi vida. Apilados y en desorden estaban los muebles que habían visto discutir a los ferroviarios en tantas asambleas, a veces interminables, estrategias de lucha, manotazos tercos contra un enemigo que, mientras robaba al país, también nos robaba a nosotros.
Vi las mesas de trabajo sobre las que nos inclinamos rutinariamente día a día tantos años para calcular el balance de cada Estación, donde contabilizamos mes a mes cuántos boletos vendidos, cuántas encomiendas enviadas, cuánto ganado, y madera y arroz y esperanzas transportadas. Allí estaban, impregnadas de satisfacción, las herramientas que empuñamos tantas veces cientos de trabajadores. Satisfacción recibida sólo por quienes saben que su trabajo pone en marcha milagros. Nuestros milagros eran sencillos: jóvenes en pueblitos perdidos que llegaban a sus escuelas y liceos, galleta y pan para el KM 329, la encomienda de la madre para el hijo estudiando en la capital...
Estaban allí, en esos muebles viejos, las huellas del dolor y también las de la solidaridad. En medio del desconcierto de sentirme herida todavía, con la repentina conciencia de la imposibilidad de olvido, de la mentira flagrante del poder curativo del paso del tiempo, lloré.
Lloré porque habíamos perdido la batalla. Por tanto sacrificio hecho por miles de ferroviarios para defender su dignidad, hoy repartidos por incontables organismos y oficinas. Lloré por saber que los que se jugaron a un ferrocarril obsoleto estarían disfrutando ese día. Lloré porque ni siquiera podíamos llevarnos un pedazo de historia; los capitalistas del recuerdo habían acaparado cada objeto, ofreciendo precios de oro por la memoria.
Me acordé del viejo Caulia ya en paz; de Gerardo y su almanaque; del Negro Vega y su ánimo; de aquella señora en San Ramón después de un acto –hija, esposa y madre de ferroviarios–, que me abrazó, llorando, y me dijo: “Yo tenía dos hijos, me queda uno porque el otro olvidó que traicionar es traicionarse". Reviví las noches en vela con la Flaca Carmen, en plena huelga, hablando con cada Estación... Me acordé del “mediador” devenido hoy en hijo pródigo. Volví a aquella noche en la Comisaría de Sarandí Grande cuando pusimos el tren a Paso de los Toros bajo control obrero. Y lloré.
Me alejé rumbo a las vías, a esconder mis lágrimas, a llorar libre y desesperadamente por la pérdida, entre los amados rieles ya oxidados, entre atormentados esqueletos de vagones de pasajeros que me habían visto aprender a jugar al truco, a tomar mate, a pasar hambre antes que carnerear, a amar lo colectivo antes que lo personal.
Cuando me adentraba en el predio, oí que alguien me dio la voz de alto.
–Por ahí no se puede pasar, ¿no vio el cartel?
Era un desconocido en uniforme de guardia privada. No me detuve pero alcancé a escuchar, mientras me internaba en lo que quedaba de los talleres, que alguien contestó: “Ella sí pasa. Ella es ferroviaria”, y oí sus pasos, escoltándome los metros que caminé a ciegas. Sentí su dolor, compañero del mío.
Nos saludamos, y estoy segura que ambos teníamos la misma poderosa certeza: Es sólo una batalla perdida. Aún no hemos perdido la guerra.
..........................................................................................11 de mayo de 2004
* Administración de Ferrocarriles del Estado

1 comentarios:

ADA VEGA dijo...

Conmovedor.Relato,cuento, vivencia que llega a los huesos. Felicitaciones. Ada

 
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