El monasterio tiene tres o cuatro siglos de existencia. Las dos galerías manchadas de humedad hacia donde dan todas las celdas exhalan un aroma que el azahar de los limoneros del centro del patio no ahogan. Los otros dos lados del rectángulo que forman las paredes del edificio albergan la capilla –un salón desnudo con un ventanal de vidrios rotos detrás de la gran cruz de madera basta– y, enfrente, el refectorio con sus largas mesas y bancos, y la cocina austera y sola.
....... El campanario, mudo desde hace tiempo, se convirtió en nido para incontables palomas que matan el silencio en la tarde, mientras las sombras se alargan con el último sol.
....... Los tres niños llegan a esa hora, y se marchan cuando ya no queda más que un resplandor rojizo festoneando el horizonte. Hace una semana que se empeñan en averiguar si es cierto lo que les dijo aquel viejo borrachín, ese que pide dinero sentado en el suelo de la plaza.
....... Llegan cuchicheando, como si temieran espantar las palomas, y se sientan en el murito de ladrillos que bordea los limoneros. Desde allí, miran en todas direcciones, pero sobre todo, hacia las dos galerías enfrentadas. Y temen ver lo que vinieron a ver, lo que desean ver desde que el viejo les contó la historia. Lejos de aburrirse, cada día que pasa sin novedades los alienta a volver.
....... Cada uno va por distinta razón. Amelia va, porque la niña de la historia se llamaba como ella. Rafael, porque quiere demostrar que no es cierto lo que dijo el viejo. Y Luis, porque sus amigos quieren ir. Los tres están decididos a volver cuantas veces sea necesario.
....... Hoy es el cumpleaños de Luis, así que han de volver a la casa más pronto que de costumbre. Después de discutir un buen rato, Amelia y Rafael aceptaron que el niño más chico llevara el cachorro que le han regalado. Temían que los retozos del perrito les impidieran observar con atención. ....... Un rato antes de la hora acostumbrada se levantaron del improvisado asiento, y cabeceando decepcionados iniciaron el regreso.
....... Cuando llevaban ya medio camino recorrido, con los muros del monasterio casi desvaídos por la penumbra, el cachorro se soltó de las manos de Luis y salió disparado hacia el oscuro contorno del edificio. Corriendo atrás del perro salieron medio a ciegas, tratando de orientarse con los ladridos agudos.
....... Cuando se asomaron por segunda vez ese día al patio desierto, dudaron. Estaba oscuro, y el perrito había callado. Apenas segundos duró la vacilación, interrumpida por el aullido lastimero del animal que, así como había silenciado en forma abrupta sus ladridos, inició aquella desgarrada letanía.
....... Y mientras estaban los tres, paralizados por el sonido triste que salía de la garganta del perrito, vieron –o creyeron ver– a Amelia la huérfana, la mirada perdida en la cara triste. Aún, después de tanto tiempo de muerta, deambulaba su vestido azul entre los hábitos negros.
....... El campanario, mudo desde hace tiempo, se convirtió en nido para incontables palomas que matan el silencio en la tarde, mientras las sombras se alargan con el último sol.
....... Los tres niños llegan a esa hora, y se marchan cuando ya no queda más que un resplandor rojizo festoneando el horizonte. Hace una semana que se empeñan en averiguar si es cierto lo que les dijo aquel viejo borrachín, ese que pide dinero sentado en el suelo de la plaza.
....... Llegan cuchicheando, como si temieran espantar las palomas, y se sientan en el murito de ladrillos que bordea los limoneros. Desde allí, miran en todas direcciones, pero sobre todo, hacia las dos galerías enfrentadas. Y temen ver lo que vinieron a ver, lo que desean ver desde que el viejo les contó la historia. Lejos de aburrirse, cada día que pasa sin novedades los alienta a volver.
....... Cada uno va por distinta razón. Amelia va, porque la niña de la historia se llamaba como ella. Rafael, porque quiere demostrar que no es cierto lo que dijo el viejo. Y Luis, porque sus amigos quieren ir. Los tres están decididos a volver cuantas veces sea necesario.
....... Hoy es el cumpleaños de Luis, así que han de volver a la casa más pronto que de costumbre. Después de discutir un buen rato, Amelia y Rafael aceptaron que el niño más chico llevara el cachorro que le han regalado. Temían que los retozos del perrito les impidieran observar con atención. ....... Un rato antes de la hora acostumbrada se levantaron del improvisado asiento, y cabeceando decepcionados iniciaron el regreso.
....... Cuando llevaban ya medio camino recorrido, con los muros del monasterio casi desvaídos por la penumbra, el cachorro se soltó de las manos de Luis y salió disparado hacia el oscuro contorno del edificio. Corriendo atrás del perro salieron medio a ciegas, tratando de orientarse con los ladridos agudos.
....... Cuando se asomaron por segunda vez ese día al patio desierto, dudaron. Estaba oscuro, y el perrito había callado. Apenas segundos duró la vacilación, interrumpida por el aullido lastimero del animal que, así como había silenciado en forma abrupta sus ladridos, inició aquella desgarrada letanía.
....... Y mientras estaban los tres, paralizados por el sonido triste que salía de la garganta del perrito, vieron –o creyeron ver– a Amelia la huérfana, la mirada perdida en la cara triste. Aún, después de tanto tiempo de muerta, deambulaba su vestido azul entre los hábitos negros.
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