Día de festejo

Bajó del ómnibus y le dio otra vuelta al chal. La noche mojaba su abrigo con una llovizna floja. No había nadie en la calle. Costaba andar rápido por aquel camino sin terminar, con el pedregullo lastimando sus pies a través de la suela de los zapatos, eludiendo charcos. Y la respiración, claro. Sesenta cigarrillos diarios no le hacen ningún bien al cuerpo. Debo dejar de fumar, se dijo. Algún día. Metió la mano en el bolso y prendió un cigarrillo. Cruzó la calle y lo vio.
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    >En la oscuridad la figura del hombre apenas se adivinaba. Supo que era él por la manera que tenía de acomodar el cuerpo contra la pared, buscando pasar inadvertido para el resto.
    Ya en la puerta sacó las llaves del bolsillo y mirando para los costados, entró. Hacía tiempo que no se preocupaba por la presencia casi permanente del hombre contra la pared. Caminó a oscuras atravesando la sala y en la cocina prendió la luz. Los platos sucios sobre la mesada la enfermaban. Los cubrió con el repasador y se sentó, sin sacarse el abrigo todavía. La pequeña mesa contra la pared estaba vacía. En la otra silla dejó el bolso y el chal, después de dejar a mano los cigarrillos y el encendedor.
    Levantó los brazos como para alcanzar el techo, doloridos todos los músculos de la espalda y el cuello. Movió en círculos la cabeza, y recién entonces, después de un suspiro largo, se quitó el abrigo. Miró otra vez la pila de platos bajo el repasador y volvió a suspirar con resignación. Prendió otro cigarrillo y se levantó, desganada. Maldijo por enésima vez la canilla rota, se acercó a la cocina y puso agua a calentar. Odiaba las tareas domésticas. Lo único que hacía con cierto placer era cocinar. Pero hoy tampoco tenía ganas de hacerlo. Con un café para entrar en calor alcanzaría.
    Después de ordenar los platos ya limpios en el escurridor, subió las escaleras con la taza en la mano. Su cuarto era pequeño, apenas si entraba una cama, la mesita de luz, dos estantes donde acumulaba los libros que estaba leyendo o había terminado recientemente, y la computadora. Por la ventana aparecían las ramas de los árboles atormentadas bajo la llovizna y el viento, golpeando los cristales. ¿El hombre seguiría allí, en la calle? Antes de cerrar las persianas se asomó. Había desaparecido, igual que siempre. Había dejado la puerta sin cerrar con llave y mientras bajaba tanteando la pared para no tropezar, recordó sus viejos temores y se sonrió. Ya había abandonado la idea que durante algún tiempo la inquietara. Al principio, cuando empezó a verlo en la esquina, o como hoy cerca de su puerta, había tenido miedo de que el hombre estuviera por robarle, que quisiera entrar para llevarse lo poco que tenía. Pero había pasado el tiempo y no parecía que alguna vez eso fuera a suceder.
    Sentada en la cama se sacó los zapatos húmedos. Se puso las viejas pantuflas y en el baño abrió la ducha, como para que el vapor calentara el ambiente. Se fue desnudando mientras su cara se reflejaba cada vez menos en el espejo empañado. En dos pasos estuvo bajo el agua. En diez minutos ya estaba fuera, cubriéndose con la toalla. Sobre la mesita de luz había olvidado el café y un cigarrillo, consumido casi hasta el final. Hizo a un lado la ropa que en un montón desordenado ocupaba el baúl que hacía las veces de asiento frente a la máquina, se sentó y prendió otro cigarrillo. Con la cabeza apoyada en una mano entrecerró los ojos para jugar, con las formas del humo y el reflejo de la luz. Era un buen juego. No le exigía más que el pequeño esfuerzo de entornar los ojos e imaginar.
    Era mejor que el juego que debía practicar en la oficina. Allí le exigían más que eso. El juego de hacer de cuenta.
    Hacer de cuenta que el informe lo había redactado Cristina cuando en realidad lo había redactado ella. Hacer de cuenta que las fotocopias esas, las que habían quedado mal, las había sacado ella en vez de Jorge. Hacer de cuenta que a ella no tenían que importarle esas cosas pues estaba sola, y casi para jubilarse. Cristina era mucho más joven, tenía hijos, necesitaba afirmarse en el puesto. Jorge tenía una familia que mantener. Ella no tenía a nadie. Bueno, casi a nadie.
    A veces se lo tomaba con calma. Después de todo, tenía su casa y, como decían sus amigas, una vida hecha. Otros días, como el de hoy, por ejemplo, debía contenerse para no gritar. Hoy era uno de esos días en que le encantaría preguntar qué mierda significaba tener una vida hecha.
    El cigarrillo casi le quema los dedos. Lo apagó descuidadamente y decidió prender la computadora.

    El cielo tenía un color desacostumbrado. Lo había visto rosado, otras veces casi llegando al violeta. Hoy era amarillo, con pinceladas en tonos anaranjados. Donde el cielo casi tocaba tierra tenía un fuerte color rojo.
    Se movió despacio. El borde del vestido al rozar con la arena ofrecía cierta resistencia, provocando un leve murmullo apenas audible. Nunca acertaba con la ropa. Era hermosa, como siempre, pero inapropiada. Se sacó los zapatos para caminar mejor y recogió el ruedo del vestido para no estropearlo. El aire era tibio y pensó que olía a jazmín. Sin embargo, no había plantas a la vista. Ni una pequeña brizna de hierba. La arena era suave, fresca. Formaba dibujos crípticos sobre el espacio que podía abarcar con la mirada. Un mandala gigante, se dijo. Avanzaba sin dirección, pues daba lo mismo. Lo que hubiera que encontrar aparecería aunque ella no se esforzara para hallarlo.
    Lo vio aparecer, de la misma forma en que se ve a lo lejos la reverberación del calor en una carretera, medio flotando, medio caminando sobre la arena. Apuró un poco el paso, más por reflejo que por la convicción de que, haciéndolo, podría alcanzarlo. Estaba segura de que era él, aunque no podía verle la cara todavía. En realidad, nunca lo había visto de cerca. Lo reconocía por su forma de aparecer de la nada, la levedad con que parecía que se le acercaba.
    El cielo fue oscureciéndose. Pasó del amarillo al marrón sin que se diera cuenta. Ninguna estrella, ninguna luna. Sólo oscuridad, silencio y a lo lejos la figura, brillante ahora, desplazándose suavemente.

    Cuando sintió el despertador se levantó rápidamente. El ruido siempre le provocaba una sensación de alarma que no desaparecía hasta un buen rato después de haber apagado la vieja radio reloj. Se prometía siempre que cambiaría ese sonido, quizá por algún programa que la despertara con música y no con ese horrible pitido insistente. Pero siempre olvidaba hacerlo. Luego de la rutina del baño se vistió y bajó a preparar café. Se había despertado en medio de un extraño sueño. Cristina y Jorge eran sus jefes y la proponían para gerente de la empresa. Estaban en un escenario al que había llegado subiendo unas tremendas escaleras, y cuando miró hacia abajo para saludar al público, se dio cuenta que no había nadie. Justo cuando le iban a dar el premio, un estruendo la despertó.
    Miró por la ventana, apenas corriendo la cortina, con la intención de hacerse una idea acerca de qué la esperaba afuera. Lo mismo de todos los días. El mismo cielo gris, el mismo frío. Las mismas caras que pasan a esa hora. La misma rutina. Así que hizo lo mismo de todos los días antes de salir: buscó un disco que le levantara el ánimo. Dejó que Glen Miller llenara la casa mientras prendía su primer cigarrillo del día y se tomaba el café.
    Hoy debiera ser un día distinto, se dijo. Los cincuenta años se le habían venido encima sin darse cuenta. Cincuenta años... Nunca se le ocurrió escribir una lista de las cosas que todavía quería hacer. Ni de las que ya había dejado atrás sin concretar. Cuando volviera haría el experimento. A modo de balance o a modo de disculpas. Todavía no lo sabía.

    Como siempre, cuando ella llegó, ellos aún estaban por aparecer. Cristina estaría saliendo recién. De Jorge podía esperarse que llegara en la tarde. Siempre tenía alguna excusa. Pero tenía también buen olfato para estar cerca de los teléfonos cuando llamaban los de arriba. Corrió todas las cortinas, vació la papelera de su escritorio y ordenó lo que había quedado pendiente del día anterior.
    Se sentó con las carpetas de Notas Entradas y Notas Salidas por delante, y en un costado de la mesa apiló el papel que debía archivar en ellas. A su izquierda, la computadora apagada era una puerta cerrada. Nunca antes había pensado en ella así. Una puerta cerrada que ella podía abrir siempre que quisiera.
    Ordenar mecánicamente las notas le permitía pensar. Le gustaba dejarse llevar sin orden ni guía por los laberintos que su mente le proponía.
    Empezar, por ejemplo, con que es temprano todavía. Llegará primero Cristina y habrá que escucharla, pobre... Luego Jorge. Con él es más difícil. Lo primero que hace es sentarse sobre el escritorio sin importar el desorden que causa con su mala costumbre. Y enseguida mirará la pantalla para ver “¿a qué estás jugando hoy?”. Si ya no había aprendido, nadie podría enseñarle jamás lo que significaba la privacidad, o el orden de los otros, o el respeto por las cosas de los demás. Eso la ponía fuera de sí, y tenía que hacer serios esfuerzos para no gritarle que era un pendejo de mierda. Se sorprendió pensando en él como “el pendejo”. Había ido, sin saber cómo, tomándose libertades con el lenguaje, como decía su madre. Pero sólo lo hacía para sí. Nunca se hubiera atrevido a decírselo en plena cara. Abrir grande los ojos y con la boca llena de bronca gritarle ¡sosunpendejo!
    La imagen de sí misma en pleno grito le produjo una carcajada que disimuló con una tos al aparecer Cristina. Primero oyó los zapatos de Cristina taconeando por el pasillo, luego olió el perfume de Cristina que la anunciaba invadiendo el aire, y después, la voz de Cristina en un tono más alto del que le hubiera gustado. Retrasó todo lo que pudo la acción de ver a Cristina, pero no levantar la cabeza por más tiempo hubiera sido descortés.

    Sonreía con esa mirada satisfecha que daban ganas de preguntar de qué, la cabeza llena de rulos, los ojos chorreando pintura, la ropa negra en varios tonos: negro ratón, negro amarronado, negro usado casi gris.
    —Hola corazón, ¿cómo estás? –y sin esperar contestación alguna –Ando con un dolor de cabeza... Ayer no me dejaron dormir los de al lado. Tenían una pelea de órdago. O hacían el amor, yo qué sé. Viven a los gritos, ¿sabés?
    A estas alturas, ella sabía que lo único que tenía que hacer era asentir cada tanto, quizá esbozar alguna sonrisa como para fingir que estaba allí, pero que podía desconectarse perfectamente. Nunca podría ocurrírsele que no estaba siendo escuchada, o que su interlocutor también tuviera algo para decir.
    Le pareció que el parloteo continuaba un poco más, pero al levantar la cabeza nuevamente, la vio sentada en su escritorio con el sobre de las pinturas abierto encima de la mesa y el espejito en la mano. Ya está, pensó. Por un rato habrá silencio.

    Cristina era una mujer joven, con un marido taxista y dos hijos chicos. Vestía de negro porque la sabiduría popular dice que “adelgaza”. Para ser feliz hay que pesar 55 kilos. No importa la edad, ni la altura, ni la complexión física. 55 kilos y ni uno más. Muchas veces se preguntó quién le habría dicho eso a Cristina. Porque en realidad, era una linda mujer que si hubiera pesado los 55 kilos que ambicionaba se hubiera parecido más a una calavera gorda que a un ser humano. Había aprendido hace tiempo a no llevarle la contraria. No podía competir con los mensajes que bombardeaban aquella cabecita enrulada. Así que vivía a dieta. Todos los días una nueva. La de la luna, la del café, la de Favaloro, todas las que llegaban en algún momento a sus manos.
    Se vio a sí misma, con 20 años menos. Trató de recordar si el famoso tema de las dietas le había ocupado tanto tiempo. No consiguió acordarse. Pero no descartó que ella también hubiera sido así. Había aprendido que a veces la memoria juega malas pasadas (o buenas, según se viera) evitando recuerdos o retocándolos.
    Las cosas que le habían importado hace años habían dejado de tener el mismo valor, y al ir perdiéndolo, fueron desapareciendo de su memoria. Sí. Bien podría haber sufrido hace 20 años como hoy sufría Cristina, mirándose en todos los lugares que reflejaban su imagen, metiendo la panza para dentro, desconforme consigo misma.
    ¿Cuándo habría dejado de preocuparse por estar delgada? ¿Cuándo había empezado a creer que lo importante era como una se sentía?
    Le vino a la memoria la imagen de una mujer que había visto quién sabe cuándo, gorda de veras, con esa amplitud en todas direcciones que tanto temía Cristina, y recordó lo hermosa que le había parecido. Llevaba un vestido suelto, floreado y con volados en el ruedo. Si lo pensaba bien, era ridículo que una mujer de aquel tamaño se hubiera puesto eso encima. Sin embargo, caminaba con el porte de una reina. Se veía convencida de su belleza. Y por eso, convencía.
    Por lo menos esa era la impresión que había dejado en su memoria y así seguía viéndola. Como una bellísima mujer.

    Los papeles habían desaparecido dentro de las carpetas, casi sin esfuerzo. Había estado tan ausente del acto de archivar que estuvo tentada a revisar todo, por si se hubiera equivocado. Descartó inmediatamente la idea. No tenía sentido ponerse a revisar algo que nadie volvería a utilizar. A punto estuvo de lamentarse por las horas perdidas en esa oficina pero frenó lo que sabía que era un espiral de proporciones gigantescas, empezar por lamentar las horas perdidas y seguir por lamentar los días desaprovechados y continuar con los meses que se iban y los años, y la vida, y...
    Encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana para abrirla un poco, antes de que Cristina rezongara. Reconocía que en eso tenía razón, nadie tenía la obligación de soportar su vicio.
    Y lo vio. La sobresaltó verlo allí. Se había acostumbrado a verlo en el barrio, en su vereda, luego al lado de su casa. Pero nunca lo había visto a esa hora y frente a la ventana de la oficina. Tenía que ser él, sin ninguna duda. El mismo manchón gris de su gabán contra la pared de enfrente. Las manos en los bolsillos, la mirada en cualquier lado, menos en la ventana desde la que ella lo miraba. Pensó que quizá debería ponerse nerviosa, hacer una denuncia por acoso o algo así.
    O por qué no, hablarle y salir de dudas. Cuando sintió que Cristina empezaba a toser apagó el cigarrillo por la mitad y volvió a sentarse.

    —Estás rara hoy, María de las Mercedes. ¿En qué andás pensando?
    Cómo odiaba que le dijeran María de las Mercedes. Era tan fácil decirle Mercedes, Merce, Merceditas, Mecha. Pero no. Cristina insistía con propinarle el nombre completo que sus padres le habían colocado como quien rotula un frasco con un medicamento peligroso. María de las Mercedes. Le había dicho que parecía nombre de teleteatro, que sonaba falso, que a ella no le gustaba que le dijeran Cristina Fernanda y nunca la molestaba diciéndoselo. Pero Cristina era así. Irracional. Irrespetuosa. Irresponsable. Irritante. Casi se ríe otra vez mientras pensaba en todas esas palabras. Casi se ve obligada a disculparse por lo que la otra podía haber tomado como burla. Y sin querer, se dio cuenta que Cristina tenía razón. Estaba rara.
    Ayer, o anteayer, o el mes pasado se hubiera tomado el trabajo de explicarle que no le pasaba nada, que simplemente cumplía años y que no sabía aún si sería conveniente festejarlo. O que estaba viendo más seguido al desconocido de la puerta.
    Pero hoy no estaba dispuesta a explicar nada. Que pensara lo que quisiera. Además, Cristina no estaba esperando una respuesta. Ya había cambiado a otro tema. Los problemas con Eduardo consumían buena parte de su tiempo y del que se dispusiera a escucharla.
    Mercedes la entendía, pues había pasado por lo mismo. Lo que pasa es que no tenía sentido prestarle mucha atención, porque de hacerlo, se sentía obligada a opinar, y Cristina no comentaba sus cosas buscando consejos sino desahogarse, simplemente. Para ella la vida estaba bien así. No podía ser de otra manera. Las mujeres sufren por sus maridos cuando los tienen, y si no tienen, sufren por encontrarlos. Y con los hijos es igual. ¿Para qué está la mujer sobre la tierra si no es para parir? Y cuando tiene hijos, ¿no ha de sufrir por ellos? ¡Claro que sí!
    Había aprendido la lección con cierto dolor. Un día mientras Cristina lloraba porque Eduardo le había “puesto la mano encima”, le había dicho que lo dejara inmediatamente, que ya se arreglaría ella sola para salir adelante con los chicos y que cualquier cosa sería mejor que ese espectáculo para ellos, su padre maltratando a su madre. No podía permitir que volviera a suceder. En esa oportunidad, Cristina la había mirado con los ojos redondos y, detenidas las lágrimas y el último puchero luego de superar el momento de asombro le dijo: “¿Estás loca, María de las Mercedes? Yo lo quiero a Eduardo, y él me quiere. Son cosas del momento, nada más”. Se mordió la lengua y prometió en silencio nunca más opinar. Y había cumplido a rajatabla. No habían vuelto a discutir el tema, y había sido lo mejor para las dos.
    A veces Mercedes recordaba su propia vida con el padre de sus hijos y todavía dolía. Así que, cuando Cristina agregaba el Fernanda a su nombre por la vía de relatar su propia vida en capítulos “teleteatrales”, Mercedes bajaba la cortina del pensamiento y dejaba su cara allí, con una expresión de atención más o menos convincente mientras su imaginación viajaba lejos de la oficina.
    Puso agua en la cafetera y enjuagó el filtro volviéndolo a llenar. Estaban ya a media mañana y si no tomaba otro café le resultaría difícil mantenerse despierta, esperando a que Cristina terminara con el capítulo de hoy y empezara a poner en orden su trabajo para poder revisarlo. Prendió otro cigarrillo y cuando Mis Lágrima Oriental puso cara de ahogo aprovechó para salir al pasillo, con la excusa de no molestarla con el humo. Desde la puerta de la oficina se veía la calle. A diez metros quedaba la puerta de entrada y por el rectángulo iluminado pasaba la gente apurada. Creyó verlo otra vez, pero no podía ser. Para verlo debía haber tenido los lentes puestos, pues sin ellos lo único que veía era figuras difusas, y no los llevaba con ella. Fue como un chispazo alimentado por la imaginación y el aburrimiento. Sintió la voz de Cristina avisándole que el café ya estaba pronto, y entró.
    Sirvió dos tazas y le pasó una a Cristina, “sin azúcar, María de las Mercedes, porque engorda”. Y mientras lo decía, desplegaba sobre el escritorio donde antes había estado el repertorio de cosméticos, un lindo mantelito individual donde acomodó dos sandwiches de pan negro, una manzana y un caramelo ácido, tal como mandaba la dieta de turno.
    Se llevó el suyo, con bastante azúcar, y se enfrentó a la pantalla vacía. Debía consultar cotizaciones, convenios laborales, montañas de información a deglutir, para regurgitarle a Jorge cuando llegara.
    Prendió la máquina y esperó, pacientemente, a que la vieja lata se pusiera en marcha.

    Las hojas volaban en suaves remolinos dispersándose, multicolores como pájaros exóticos, y caían sin ruido sobre la hierba. Rojas, amarillas, azules veteadas de tonos turquesas, negras con nervaduras lilas. Levantó los ojos para ver los árboles y se sorprendió al no hallarlos. Las hojas parecían caer del cielo sin haber brotado de ninguna rama. La luz dorada que iluminaba el espacio abierto tampoco tenía una fuente visible en el cielo. Simplemente estaba allí. Hacia su izquierda en el pasto había una mesa baja, y sobre ella copas, una botella, un libro de tapas verdes y un reloj. Alrededor de la mesa había almohadones distribuidos descuidadamente. Cuando dio el primer paso en dirección a la mesa notó la frescura levemente áspera de la hierba. Se miró los pies; estaba descalza. Desnuda, sería más correcto decir. No tenía nada cubriéndola. Sin embargo, no sentía vergüenza. Estaba absolutamente cómoda. Libre.

    —¿Viste? Ya le pregunté y no se molestó en contestar.
    Mercedes alzó la cabeza sobresaltada por la voz de Cristina. Jorge la miraba, entre risueño y asombrado.
    —¿Volviste? Casi tuve que sacudirte para que me saludaras. ¿Llamó alguien mientras yo no estaba?
    Los ojos de Jorge no se apartaban de Mercedes. Preguntaba por el teléfono, pero sus ojos preguntaban más.
    —Es mi cumpleaños y ando medio ida. No hay de qué preocuparse.
    Cristina se levantó rápidamente, la abrazó fuerte, casi con bronca, le pegoteó un poco de labial en la mejilla, y gritó: “María de las Mercedes, no te da vergüenza cumplir años” y luego de una pausa imperceptible agregó “¿sin decirnos nada?”
    Siempre le había resultado difícil a Cristina no estar en el centro de la atención de los presentes. Mercedes se lo pensó muy bien, y con un esfuerzo extraordinario dejó pasar sin contestarle como hubiera tenido ganas.
    Se movió un poco a la derecha, como para indicarle a Jorge que se parara, pues como de costumbre, se había sentado encima de su escritorio, las piernas estiradas, encerrándola entre la computadora y la pared.
    —Nadie ha llamado todavía. Seguro que están esperando tu llegada –se sonrió.
    —Bueno, a ver, cómo es eso de tu cumple. ¿Festejaremos cuántos años, si se puede saber?
    —Cincuenta y contando. En cuanto al festejo... Ya tengo planes, y no tienen que ver con la oficina precisamente –mintió.
    La actitud de Jorge siempre le había molestado. Usaba ese tonito que pretende ser seductor con cada mujer que se le ponía adelante. Lo hacía sin intención, y Mercedes lo tenía claro. Era parte de la personalidad “ganadora” que se había creado. Lástima que quizá fuera tarde para encontrarlo debajo de toda esa impostura. El macho de la oficina cargaba treinta y siete inmaduros años.
    De alguna manera, Cristina y Jorge se parecían. Ambos vivían pendientes de su figura, corriendo detrás de un concepto de éxito absolutamente superfluo, despreciando las cosas importantes. Mercedes estaba segura de que ellos creían que la merecedora de lástima era ella, y algunas noches en casa, repasando alguna jornada especialmente molesta, esa certeza le había parecido una guiñada que la vida le hacía para que se riera.
    Cristina presenciaba el diálogo de Mercedes y Jorge con cierto aburrimiento. Estaba segura de que María de las Mercedes no tenía ningún plan. Cuando se llega a esa edad, poco queda para hacer. Además, con quién podría tener pensado pasar el cumpleaños, si nunca había comentado nada. Ojalá nunca llegara a los cincuenta. O por lo menos, llegar así como había llegado la vieja. Sola, los hijos lejos, ningún hombre con el que compartir la cama...
    Lo cierto es que a María de las Mercedes no parecía importarle demasiado. Eso era difícil de creer, pero así era. Muchas veces se había preguntado si ella podría vivir sin Eduardo. Era difícil, claro, soportar su malhumor, pero preferible sin dudas a despertarse sola en las mañanas. Además, cuando se peleaban, si la discusión había sido dura, la reconciliación era siempre de película. En los cinco años que estaban juntos nunca se había sentido tan deseada como cuando él la abrazaba después de una pelea fuerte. A veces, cuando pasaban muchos días sin tener relaciones, hasta ganas le venían de pelear nada más que para sentir la desesperación de Eduardo por arreglar las cosas en el único lugar que sabía hacerlo, en la cama. No lo hacía, claro. Sabía que, en esos momentos y frente a la locura desatada de Eduardo, la pregunta que siempre surgía era la misma: ¿Por qué me pasa esto a mí? Y no tenía respuesta. Era una sensación bastante rara, pero así eran las cosas.
    Cuando sus padres se peleaban, ella y su hermana se apretaban juntas en el cuarto de al lado, como protegiéndose. Papá nunca le pegó a mamá, pero qué miedo nos daban sus gritos. Estábamos como pendientes de los ruidos, hasta que sólo se oían murmullos y el ruido de la cama. Era el momento para volver cada una a su lugar, tranquilas de que la tormenta hubiera pasado. Esos episodios habían quedado ocultos bajo un montón de recuerdos pero a veces salían a la luz. Como ahora, que pensaba en la cama vacía de María de las Mercedes.

    —De ninguna manera te vas sin que festejemos –decía Eduardo—Ahora mismo pido algo por teléfono y, por lo menos, hacemos una “merienda compartida”, como en el jardín. Porque estás llegando a la segunda infancia, ¿verdad?
    Mercedes lo miró pensando una contestación apropiada, pero Cristina le ahorró el esfuerzo. “Bueno, algunos no han pasado de la primera pese a la edad biológica” y, sin dar lugar a nada más, se sentó frente a su mesa.
    Jorge ni se molestó en retrucar, para él era todo juego. Fue hasta su escritorio y empezó a mover papeles, buscando los datos que Mercedes debía haberle conseguido.
    —Si estás buscando los informes, aún no los tengo prontos. Dame un poco de tiempo, ya sabes, las señoras en edad senil a veces estamos en la luna.
    Él levantó la cabeza y la miró. Hace tiempo que estás senil, pensó. Sonrió como si no supiera de qué le hablaba Mercedes y le contestó: “Tomate tu tiempo, hoy estás de festejo”.


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