Invocación al verano...

Hoy fue un día distinto. Me levanté a la hora de siempre y ni bien abrí los ojos tuve esa cálida sensación que siempre me maravilla, presentándose cuando casi estoy por olvidarla o cuando menos la espero. Me bañé, y cuando fui a vestirme se me ocurrió la idea de revolver en ese estante del ropero donde "archivo" lo que no suelo usar, para encontrar algo distinto y salir de la rutina de la ropa negra; hoy quería algo colorido. El día era gris, amenazaba lluvia, y yo me había despertado en plan de opositora a las manifestaciones del clima. Qué se joda la grisura.
Encontré una blusa con grandes flores amarillas y hojas verdes con nervaduras de tonos de azul sobre fondo rojo. Qué fea es, ahora que lo pienso. Pero hoy de mañana eso era irrelevante para mí. Puede resultar difícil comprender lo raro de la situación si no me detengo un poco en comentar que, hace mucho tiempo, tuve mi época azul (jeans y camisetas y veinte años) y luego (quince años y quince quilos más tarde) inauguré mi época "dark", que dura hasta hoy.
Pero esta mañana el alma me pedía batallar contra la costumbre y ansiaba el escándalo. Mi hijo —aún medio dormido a esa hora— me miró con cara indescifrable, y me sentí tentada de preguntar: ¿colorida y ridícula, o simplemente colorida? Colorida y punto, sentenció.
Cuando mi jefa me vio llegar, se permitió alzar apenitas la ceja izquierda. Antes de darle tiempo a nada le dije que aquello no era una blusa sino una Invocación a Los Locos Días de Verano, y que no tenía más remedio que usarla porque temía que el maldito invierno no se terminara de ir. Mi jefa, que es una mujer increíblemente sagaz, guardó un silencio respetuoso y aceptó mi declaración con un gesto de comprensión. Ella es la única en mi trabajo que me conoce desde mi amada época azul, así que de mis otras dos compañeras —nuevas de toda novedad, para el caso—no esperaba ningún comentario.
Pero lo distinto, como ya dije, había empezado en el mismo momento en que me desperté. Una no sale así a la calle y pone cara de yonofuí. Por el contrario, hay que hacerse cargo y poner cara de sinotegustamirápaotrolado, o, en mi caso, ser consecuente con el impulso que te hizo romper la rutina e ir con cara de "qué bueno es estar viva". Y cuando una está haciendo uso de ese don perecedero aunque volvedor que es la alegría de vivir, oye música. Lo aclaro por si alguien tiene dudas: la música es a la alegría de vivir lo que el perfume del jazmín del cabo a las vacaciones; nunca se sabe si aquel llega porque llegan éstas, o a la inversa; lo que está claro es que son inseparables. Y cuando digo que oía música digo que iba cantando para mis adentros, tarareando cuando me olvidaba la letra de ya no me acuerdo qué canción, pero más que eso, sintiendo con todo el cuerpo el ritmo con que se alternaban las nubes y las pequeñas cascaditas de sol que se despeñaban desde más arriba de los olivos que bordean mi calle, y la armonía del viento preñado de mar en la cara.
Me subí al ómnibus –que llegó justo a tiempo– y el guarda tenía una sonrisa amable cuando me alcanzó el vuelto, y me alegré de que fuera mujer porque pude corresponderle sin despertar suspicacias en las viejas señoras del asiento de los bobos que indudablemente se hubieran horrorizado si el guarda hubiera sido varón (y se hubieran jodido porque le hubiera sonreído igual). Y me ofrecieron asiento pero lo rechacé porque me esperaba como todos los días una jornada larga atada a una silla de escritorio pero igual aprecié el gesto, y un bebé desde los brazos de su madre contestó con sonrisas a las mías, y cuando al fin llegué al trabajo el sol había ganado la batalla y ya no caía de a chorritos sino que inundaba absolutamente todo espacio entre cielo y tierra.
Cuando se terminó la jornada nos invitamos con mi amiga a irnos de copejas. Un par, solamente, que mañana trabajamos, dije yo. ¡A dios gracias! dijo ella. Y sentadas en el bar, mirando a la gente pasar, entrar y salir, a veces admirando la apostura de algún representante del otro género, riéndonos un poco de todo y de todos, mi amiga me cuenta que ha visto en la tele que han encontrado en el hielo un dragón bebé y su dragona madre. Y que sí, que volaban. Y que sí, que echaban fuego. Y a mí que no me importa si es cierto o no es cierto lo que dijeron en la tele, que me alcanza con el cuento para que se me erice la piel sólo de pensar que algo que escribí alguna vez y que ni llega a cuento pudiera ser cierto.
Me tomé el ómnibus de vuelta, todavía fantaseando con Animal Planet, y mientras soñaba en alas de dragones y rocanroles setenteros —obsequio del conductor, mi eterno agradecimiento— me prometí sentarme a escribir ni bien pudiera hallar el momento, y lo hice. Como siempre con pobres resultados, pero como siempre también, no me importa, así que ahí va:

A esta hora en la que todo se llama a silencio enciendo mi cigarrillo de escribir —ese que no pude abandonar, como tampoco dejé el de beber o el de antes de dormir— y me dejo inundar por la sensación, siempre nueva, siempre gozosa, de la alegría de estar viva. Es incómoda esta sensación, lo confieso. Incómoda como ese par de zapatos que nunca me pondré, pero que me quedaría tan bien. Esta sensación toma posesión de mí, me asalta sin dejar resquicio para ninguna otra, y es sensual, como los tacones de aguja de esos zapatos rojos. Provocadora. Levito a quince centímetros del maldito llano aunque nadie lo note, y me balanceo al ritmo cadencioso de mi propio candombe, esa íntima cuerda de tambores que me repica en la sangre y obliga a mover las caderas. Nada más —nada menos— que porque estoy viva. Qué importa que no combine con lo que llevo puesto —este casi medio siglo a la espalda—, si me hace sentir así, portadora de la capacidad de asombro, mil veces estrenado y otras mil a estrenar.
Aunque a veces el asombro provenga del horror. Cómo repudiar este don que me hace hermana del dolido prójimo, objeto inocente de la locura de una parte de la especie humana. Cómo renegar de esta habilidad que me viene de sangre, si me llena de luz cuando el aire se vuelve dulce de jazmín o trepida en la madrugada que relampaguea. Cómo no agradecer la magia descubierta en un atardecer, irrepetible luna, cimitarra que cuelga para mí cualquier noche y despena penas con su filo plateado.
Qué milagro disfrutar de este sentimiento, sabiendo que —al igual que la inexorable llegada del invierno— también llegará la ansiedad de su ausencia, y la consoladora certeza de que un día cualquiera, cuando menos lo espere, volverá a repetirse y me despertaré pronta para la batalla contra mí misma, dispuesta al escándalo de vivir en pleno asombro. Porque si no fuera esto así, si todo fuera sólo luz o todo sombras ¿qué ojos nos serían necesarios, y cuál la medida de la felicidad?


15 de noviembre de 2005


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