La carta

Se despertó temprano, como todos los días, y miró el espejo al costado de la cama cubriendo la pared. Abrió los ojos grandes, sacó la lengua, frunció la nariz. Nada, pensó, soy la misma de siempre y sin embargo estoy muerta.
Se levantó y arrancó, como quien oye el disparo de largada en una carrera hacia el baño, hacia la cocina, hacia la puerta. La facultad está cerca, pero ella no podía pensar en nada más.
Se subió al auto viejo que le regalaron sus padres cuando se vino a la ciudad y tomó por la callecita que la deja sobre el río. Este río con ínfulas como las mías, carajo –pensó.
La mano tiembla al buscar la carta. Casi arrepentida –para qué, si la sé de memoria– la encontró tirada justo entre los dos asientos delanteros. Levanta el sobre y por primera vez ve el remitente. Carlos Cualquiera. ¡Y quién mierda es Carlos Cualquiera? Cómo no me di cuenta de que esa carta no podía ser para mí, se dijo… Bueno, no lo dijo. Inspiró hondo, tanto que sintió que se mareaba, y luego largó una risa entre histérica y culpable. Y después de recuperar la apariencia de cordura decente que solía mostrar, encendió el motor del auto y sin pensarlo puso un rocanrol al mango.
Después de toda una semana a ciegas y loca de angustia, volvió a la facultad, deseando que el siguiente fin de semana le trajeran a la beba otra vez.


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