A brazo partido

La ventana abierta dejaba a los sonidos de la calle instalarse en mi habitación. Era la hora en que no se sabe si estás por empezar o por levantarte de la siesta. La mejor hora para leer, si es que no puedes ocuparte de otras cosas más energizantes.

La puerta del apartamento de al lado se estrelló contra los marcos. El grito de la vecina consiguió hacerme levantar la vista del libro.
—¡No me oyes cuando te hablo! ¡No bajo el tono nada! —la petisa acuchillaba sin piedad la tarde.
—Estoy cansada de repetir que no me tomes el pelo, y sigues —ya más cerca del llanto que de la rabia.
Yo, como sin querer, me acerqué a las cortinas.
—Pero si es cierto —le decía él— fui a la casa de Eduardo y ella estaba allí. ¿Qué querías que hiciera? ¿Que dijera hola y chau?
—Pudiste volver más temprano, sólo eso. ¡Pero no! ¡Qué coincidencia! Tú llegas y la loca esa allí, y claro, te quedaste de copas hasta las miliquinientas. ¡Encima llegas a casa oliendo a alcohol! Seguro que empezó la cantilena de "comotextraño" y de teacordásdeaquello y lo otro, y lo de más allá... Si es como si la viera. ¡Esa yegua de mierda!
—Pero mi amor, no te pongas así —bajito, él.
—¿Cómo querés que me ponga? ¿Cómo querés que te crea? ¡Vos y tus amores me tienen podrida! ¿Cuándo vas a madurar?
—Pero te juro, ¡no pasó nada!
—¿Nada y te fuiste ayer y volvés hoy? ¡Pero vos crees que estoy de la cabeza! —gritando de vuelta.
—Es que a Eduardo se le complicó todo y me pidió que me quedara con su padre... está paralítico, lo sabés —cuesta oírlo al vecino.
—¡Claro! ¡Seguro que yo, además, soy la reina del carnaval! ¡Déjame de joder! —otra vez la puerta— ¡La culpa la tiene la hija de puta de tu madre que siempre quiso que te quedaras con ella y ahora te arma citas! ¡Vieja de mierda!
—Bueno, Yolanda, ¡a mi madre no la metas en esto! —alzando la voz.
—¿Ah no? ¿Y quién me lo va a prohibir? ¿Vos? ¡Pero haceme el favor! —y el grito restallando— ¡Pará, no te me acerques porque te mato!
—¡Es que me sacás de quicio, Yoli! —me llega el ruido de un cuerpo golpeando contra la pared y oigo la voz ahogada de Yolanda. —¡Soltame! ¡No podés arreglarlo así! —la puerta vuelve a sufrir con el golpe sordo de lo que presiento es el cuerpo de mi vecina, con las manos de su marido en la garganta.
Entonces me decido a bajar, pues conozco al vecino y le lleva 20 kilos y 20 centímetros de ventaja a la petisa. La puerta ahora contiene el forcejeo, y me lanzo a tocarles el timbre
—Hola Yoli, ¿no me das un poco de sal?
Y la cara de la peti, teñida de rojo subido por la pasión, me dijo todo antes de que ella pudiera acomodarse el bretel y limpiarse los besos del cuello. —No tengo, si compro te presto —me dice agitada mientras él se separaba de la pared, acomodándose la ropa.
Me fui, yo también roja pero de vergüenza, mientras ellos se daban a esas actividades energizantes propias de la hora de la siesta.

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