After Clarice...

Se echó hacia atrás en la silla buscando descanso, queriendo apoyar el agobio en algo más sólido que su propia espalda. Se echó hacia atrás, miró el techo y rápido cerró los ojos para evitar una lágrima liviana.
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    Esa mala lágrima que surge porque sí, sin grandes motivos. Esa lágrima liviana que no se sabe si viene a lubricar los ojos secos de mirar fijos cada página e imaginar al hombre abandonando un perro, o si viene porque es necesario llorar por alguna causa desconocida e infinitamente más importante que un perro abandonado, que un cuento escrito por una brasileña loca acerca de un hombre, culpable de abandono y loco, también él, abandonado a su propio juicio.
    Se alejó del respaldo, volvió a inclinarse hacia la mesa y cruzó las piernas acomodando el cuerpo para empezar a escribir, escribió. Notó en el aire un cierto aroma a muerte. Miró las hojas de las plantas, aún por cambiar de frasco a maceta, de agua a tierra, pero estaban verdes como siempre. Y el agua limpia. El aire tiene olor a muerte de hojas que aún viven pero se sabe que han de morir. Como se sabe que ha de morir el que aún espera en la cama ignorando quienes se fueron antes, apresurados por este aire de muerte.
    Este otoño de hojas doradas en que la carne de maestros muertos quiere enraizar, dejarse ir, estación de anticipadas tristezas en clave de verano, tiene un aire que huele a perro muerto enterrado en el jardín del fondo de un viejo apartamento en la calle Tapes, pobre animalito que fue amado y que quizás también amó.

    Pensó con pena qué fácil es dejarse atrapar por el melodrama, pensó que no se puede jugar con la memoria cuando se sufre de esta especie de trivialidad melodramática para la lágrima, pensó que no hay paraguas para esta sensación que ocupa territorios como si fuera ráfagas de tormenta. Pensó que mejor se pone en la boca una pastilla de menta, para matar el vacío.

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