Una memoria posible

Cuando pienso en escribir acerca del viejo me da miedo. El mismo que sentía al final, cada vez que golpeaba firme la pared con el bastón, o con lo que tuviera a mano. Tengo la sensación de que si en medio de la noche me pongo a contar lo que pasó, oiré su llamado. En medio de la noche, digo, porque no imagino escribir acerca del viejo cuando afuera es día y hay luz. El viejo golpeaba la pared cada vez que quería hablar conmigo. La primera vez que lo hizo, medio dramática por su circunstancia, me había sorprendido. Luego me pareció tan natural que iba siempre que me llamaba de esa manera. Ahora pienso que me recuerda a mi padre.
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    ... Vivíamos en el mismo corredor, uno al lado del otro, por lo que cuando me mudé nos cruzábamos a menudo. En esa época me tocaba el timbre cuando quería conversar. El tiempo dio lugar a una confianza más o menos sólida, pero poco justificada, o así me parece ahora. Nunca supe si había nacido aquí o había llegado de otro lugar, ni quise saber si había tenido un oficio que justificara tal cantidad de armas en las paredes, o si era un coleccionista
    ... Creo que no tenía a nadie el viejo, nunca habló de su familia y tampoco se lo pregunté. No abundaba en esos temas, no me convenía demasiado ahondar en ciertas penas trayéndolas a la luz cuando lo que quería era echar más y más olvido sobre ellas; a mí tampoco me quedaba nada. Por aquella época venía con cualquier excusa y terminaba sentado en mi único sillón mientras yo buscaba lo que me hubiera pedido dentro de las cajas aún sin desarmar, que apilaba detrás del murito que delimitaba la cocina separándola del resto del espacio. Sobre la madera que corona las hileras de ladrillos me acodaba para escucharlo como en el mostrador de un bar, mientras él, olvidado de lo que venía a buscar, me contaba historias inverosímiles que yo fingía creer. Siempre se fue con las manos vacías, porque nunca acomodé el contenido de las cajas en los estantes de la cocina por no valer la pena el esfuerzo.
    ... Recuerdo aquella vez que vino alguien; podía oírlos porque nuestros apartamentos están separados apenas por una pared delgada. Discutieron mucho esa noche. No podía identificar la otra voz como masculina o femenina, supongo que sería lo joven del timbre que impedía distinguirla. Tampoco se entendían las palabras. Oía el tono acelerado de la discusión, algún grito más agudo que otro, y la voz cortante del viejo cada tanto. Creo que ganó por desgaste, aunque no sé cuál fue el premio. O la condena, según se mire. Esa persona, que yo sepa, nunca más volvió.
    ... Estaba tratando de distraer mi atención de la discusión con tanto empeño que no me di cuenta de que el escándalo había cesado, absorto en una novela extraña acerca de un comisario loco en un pueblito de pocas almas. Así que cuando sentí el golpeteo firme y continuado contra la pared con lo que resultó ser el bastón del viejo, me sobresalté y salí disparado a ver qué le pasaba. La verdad es que no sé qué esperé ver. Temí que le hubiera dado un ataque producto del enojo por la discusión, pero no. Él estaba sentado en una silla que no le había visto antes, —bueno, es que esa fue la primera vez que entré a su casa— y no sabía que tenía una así, con ruedas. Lo había visto siempre caminando con dificultad, apoyado en su bastón, pero nunca en una silla de ruedas. La puerta estaba abierta, y como digo, allí estaba él, en su silla, bastón en mano, cerca de la mesa en la que había dos vasos vacíos y en el piso una botella astillada y también vacía. Recostado contra la pared del fondo como para no caer había un mueble sin puertas, con varias botellas más, llenas. Y por sobre ese mueble, amurada contra la pared una estantería con armas, colgadas de soportes o simplemente apoyadas sobre los estantes. Nunca había visto tantas juntas.
    ... Creo que quería que le alcanzara una botella del mueble para seguir bebiendo, pero nada más dejó caer el bastón al piso y me miró como si pudiera decir algo con los ojos enrojecidos, los labios como cosidos uno al otro, como si pudiese ahorrar palabras, no lo sé.
    ... Me acerqué para alcanzarle el bastón que rechazó con un gesto. Intentó pararse pero no pudo. Le pregunté si quería que lo ayudara a salir de la silla, o si quería que lo empujara hacia otro lugar de la casa, y volvió a negar. Así que me volví para levantar la botella y devolverla a la mesa, y cuando lo hube hecho caminé despacio y salí del apartamento sin darme vuelta a mirarlo, igual que si nadara en el silencio del viejo, sentado y mudo en el centro de la habitación.
    ... Me dio vergüenza verlo así, como quebrado desde adentro, y creo que él se dio cuenta porque nunca dijo nada de esa vez en que inauguró la forma de llamarme a cualquier hora de la noche, y en la que yo acepté, de manera tácita, que acudiría cada vez que lo oyera golpear. Nunca más volví a verlo de pie.
    ... Recién llegado al edificio, regresado de prepo a la soltería por causa de abandono, sin familia y sin amigos, me resultó fácil aceptar aquel asalto suyo a mi apartamento. En esa época, cuando llegaba de trabajar él me oía y se venía con cualquier excusa a conversar. También estaba solo. Y aburrido, creía yo. Me había comprado la ilusión de que era un pobre anciano solo y aburrido, y en cierta forma lo veía como mi posible futuro, tan enredado y hundido en mí estaba yo en ese período. Eso hacía que lo viera con una benevolencia que hoy me resulta difícil de entender, casi no me reconozco en aquel tipo solícito que lo dejó acercarse tanto, que fue perdiendo la paz hasta llegar a este que soy hoy, que tiembla si oye pasos en el apartamento de al lado.
    ... Cómo no me di cuenta de que en esa manera ávida de esperar el ruido del ascensor, y luego el de mi puerta para confirmar mi presencia, había algo más que soledad. Cuando me pongo a pensar, aplastado por una fría y metódica resignación, he llegado a preguntarme si la forma en que di con el lugar, tan rápido, tan apropiado, tan en cuenta, no tuvo que ver con alguna influencia del viejo, echando mano a conocidos, presos de favores que les hiciera en sus años de “servicio a la sociedad”, como decía a veces sin aclarar más.
    ... Cuando él ya no vino sino que fui yo quien iba a su apartamento, las cosas empezaron a desbordarse. No supe que estaba dejándome enredar en una telaraña de lástima o compasión por mí mismo en un supuesto futuro, y cuando creí entrever la verdad fue tarde para rebobinar. Él ya dependía de mí hasta para ir al baño y yo me dejaba mandar a fuerza de golpes en la pared, urgentes a mitad de la noche o casi al amanecer, o lacónicos cuando llegaba de mi trabajo, cansado por falta de sueño y sin ánimo para poner fin a esa dominación.
    ... Ahora que lo pienso, eso lo perdió. Depender tanto de mí. Se descansó en que yo seguiría sirviéndole y se descuidó de tal forma que no prestaba atención a lo que yo hacía mientras él estaba en el baño, o mientras comía como si fuera un animal ensuciando la cama o el lugar donde lo alcanzaba la urgencia del hambre. Era evidente que si hubiera vigilado mis movimientos, u ocultado mejor los cuadernos repletos de una escritura infantil, de analfabeto casi, todavía estaríamos igual, cumpliendo las mismas rutinas. Pero no fue así.
    ... Ya había visto que bajo la cama el viejo guardaba una caja con cuadernos y lo que parecían ser recortes de diarios. Alguna vez lo vi, revolviéndolos como si buscara algo de memoria, sin mirar, o como si hiciera un inventario de los recuerdos con sólo tocarlos. Los movía de un rincón al otro de la caja de cartón como quien pasa las cuentas de un rosario, mientras distraído movía los labios como rezando o repasando las fechas. Eran recortes bastante viejos.
    A esas alturas, en mi trabajo ya me miraban bastante raro, porque por acudir a la demanda desmedida del viejo no encontraba tiempo a veces ni para bañarme, así que al principio me cambiaba de ropa como para disimular y luego ni eso. Les veía las caras a los de la oficina cuando yo pasaba, frunciendo la nariz, haciendo gestos. Y bueno, tenían razón, yo hedía, pero no podía bañarme, el viejo me tenía como loco golpeando la pared a cada rato así que yo vivía en tránsito de mi casa a la suya y viceversa hasta que un día empecé a no volver a la mía. No me daba el tiempo ni para comer, así que comía a las apuradas sobre el rectángulo estrecho de la mesa que la fotocopiadora dejaba libre, porque no teníamos comedor en la oficina. El proceso de deterioro que empezó aquella noche y no sé si ha terminado aún, se fue haciendo evidente y a la vez inexplicable, para mí y para los que me rodeaban. Por qué me robaba tanto tiempo el viejo con sus pedidos que empezaron por ser amables solicitudes a lisa y llanamente órdenes, pasando por ruegos melodramáticos, yo no lo sé aún hoy. Nadie lo sabe. Ni siquiera los que con cierto rictus de tristeza y una pizca de horror me trajeron, después de romper la puerta del apartamento para apagar el fuego con que lo quise limpiar de los recuerdos del viejo —y de los míos, claro—, cuando supe quién era él y quién, acaso, era yo.

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