Olvidos menores

Por más que pienso no lo recuerdo.
Sólo veo su cuerpo en el piso, boca arriba, la cabeza sobre un charco de sangre, minúsculo el agujero debajo de la pera apenas dibujada en una cara de niño, los ojos casi cerrados.
Estaba caído sobre el piso, los brazos contra el cuerpo en el cuarto adonde apenas cabía la cama y él, ocupando todo el piso, muchachón crecido como sin molde, las caderas más anchas que los hombros, como mirándome desde el piso cuando abrí la puerta que la madre no se atrevió a traspasar, o eso fue lo que me dijo mientras lloraba por teléfono.
Lo miré, desde esa distancia insalvable ya, lo vi desdibujado como si hubiera un vidrio esmerilado entre mi vida y su muerte. El padre no llora en el otro cuarto. No precisa consuelo. Le faltó valor para vivir, dictamina.
Le hablo. No sé ni qué le digo ahora que ya no podrá escuchar a nadie, pero casi estoy segura de que le pregunto el porqué. Quizás hasta maldije por lo bajo la cobardía de los vivos, por lo bajo para que los cobardes no oyeran —ni me oyera yo— mientras lloro para consolarme. No lloro como la madre, a quien se la oye llorar. Lloro como un río silencioso, refrescando la boca ardiente de bronca.
No sé qué me obliga pero pido agua y un paño limpio. No sé qué me hace pensar en la limpieza como parte de la dignidad del niño, y cuando me acercan a la puerta entornada un balde y una toalla le limpio la cara, le cierro del todo los ojos, descubro el otro agujero pequeño sobre el inicio del pelo, y me doy cuenta de que el charco sobre el que yace no puede enjugarse con él encima.
Así que lo levanto desde los hombros pero no puedo con él. Lo levanto desde las axilas pero no puedo con él. Grito y alguien viene. No es la madre ni el padre. No recuerdo quién viene. Lo subimos a la cama y otra vez sola limpio el piso lo más prolijamente que puedo luego de acomodarlo para que descanse mejor, sobre la cama luego de alejarlo del piso para que nadie más tuviera que verlo allí, tirado. Me pregunto si alguien avisó a la policía —deben haberlo hecho, pienso, cómo no si se mató con el revólver de reglamento del hermano, pienso— y sigo con ese estúpido rito de limpieza cuando ya nada importa. Luego me iré a casa, no sé a qué, para ir más tarde, como todo el mundo, a la sala donde lo velarán.
Después de tantos años, me despierto, hoy, con esta necesidad de saber por qué por más que pienso no recuerdo. No recuerdo si lo vi y no le di importancia. No recuerdo si no lo vi; y si no lo vi no recuerdo por qué no pregunté dónde estaba en ese momento el revólver. Y ahora que ya no hay a quién preguntar, ni nadie a quien le importe, yo necesito saber dónde estaba el revólver, aunque tampoco sepa por qué.

0 comentarios:

 
Plantilla modificada por basada en la minima de blogger. La foto del header también es mía.