La boca bordó

Vivimos en una época en que las personas se exhiben. Parece como si necesitaran hacerlo para lograr una confirmación de su existencia, o una manera de conseguir cierta densidad, perder la calidad volátil y efímera de lo cotidiano y por dos minutos o dos horas ganar cuerpo a partir de ser visto u oído.
Hay personas que gracias al celular, con una sola llamada consiguen tal objetivo por la vía de matar varios oídos; imponen su vida y circunstancia, no sólo a quién recibió esa llamada, sino a todos los que vamos arriba del ómnibus, por ejemplo. Cada vez son más quienes exhiben su vida por este método. Si no se cuenta con mp3, un ipod o por lo menos una radio modesta, se está obligado a oír. No tenemos una membrana que nos proteja de los ruidos molestos, o de conversaciones que desnudan la vida propia y ajena, exponiendo los terribles recodos en los que todos nos empantanamos alguna vez. Antes, esos recodos se mantenían en lo privado, no se los aireaba con displicencia o peor aún, con fruición y a voz en cuello.

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    La mujer nunca pensó demasiado en el asunto hasta aquella tarde en el zoológico cuando escuchó a la señora. No es que alguien le hubiera preguntado algo, ni que estuviera con algún conocido, simplemente la señora contaba su vida a quien quisiera oírla. Y lo que tenía para contar era terrible.
    La señora había depositado a sus dos nietos en el espacio para juegos del zoo y allí esperaba como una araña, agazapada en la esquina del único banco con sombra de toda la plazuela. Cada tanto alguien cometía el error de sentarse allí a vigilar sus niños. Entonces, la señora-araña se inclinaba hacia delante o al costado según correspondiera y le descerrajaba al oyente de turno la historia de su cáncer y el sacrificio que hubo de hacer para llegar hasta allí con sus nietos, manejando el auto con mucho cuidado para no tener un accidente pues estaba recién operada y “en quimio”. En general las personas sonreían amablemente al principio, y luego, a medida de que los detalles se iban haciendo más sangrientos o patéticos, iban abandonando la sombra, de a poco, hasta que dejaban la sonrisa en algún lugar del banco y huían a la cálida y hospitalaria luz, a ejercitar la habilidad de sobrevivir al sol de media tarde en este enero cálido, en serio cálido.
    Todo esto era percibido por la mujer que ahora reflexionaba sobre el asunto, con la tranquilidad que provenía de no ser candidata a oyente pues estaba acompañada y por lo tanto no estaba al alcance de la telaraña que había tendido la señora en aquel banco bajo la reparadora sombra del único árbol que seguía firme, peleando por su espacio contra la arena de los toboganes y el metal de las hamacas.
    De pronto, alguien se mostró cortésmente receptivo por más tiempo de lo acostumbrado. Ahora vendrá la calma, pensó la mujer mientras admiraba a la persona que estaba siendo bombardeada sin misericordia alguna por la doliente abuela cancerosa (¿cancerígena?) porque de esa manera, supuso, gracias al bondadoso acto de oír que estaba ejecutando la nueva víctima, la abuela-araña quedaría satisfecha.
    Pero las cosas no son así. La vida no es así. El amable-oyente resultó ser el morboso-oyente, así que aquel par dialéctico quedó como soldado a la autógena, y la que necesitaba exponerse encontró quien le diera pie para avanzar en aquella enumeración de situaciones que iban de lo vulgarmente complicado a lo más terrible que le puede pasar a alguien; fueron recorriendo el camino despaciosamente, disfrutando cada pregunta y cada respuesta, agregando conmiseración por parte del morbo-oyente para vencer cierta reticencia en contar alguna cosa particularmente lamentable de la aún sobreviviente —recurso que se mostró exitoso cada vez—; agregando más amargura por la vía de contar las experiencias de otros y así confirmar lo que sin dudas era un porvenir de torturada expectativa, de estudio en estudio, de análisis en análisis hasta que, todavía la mujer no sabe bien cómo sucedió, la abuela cancerígena se paró para poder brindar una mejor perspectiva al oyente morboso y sin mediar ningún aviso con una mano bajó la cintura de su pantalón hasta la ingle y con la otra subió la blusa hasta el seno y las carnes blancas y costuradas, cicatrizadas, fruncidas como acordeón flácido, bordó como la boca apretada de una negativa, aparecieron a la vista de todos.
    La mujer piensa ahora que bien podría la araña haber hecho alguna señal, o haber hecho algún sonido anticipatorio que permitiera elegir ver o no ver. Una señal como la del fin del horario de protección al menor en la tele, algo que le hubiera permitido ahorrarse la imagen que desde ese momento no puede quitarse de la cabeza.

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