Leyendo poemas en la Estación Peñarol

La tarde aún era día y la noche no había asomado ni la enagua, sin embargo entró, decidida como si fuera dueña de casa, y sacando la voz desde el fondo del espíritu para que la oyeran bien dijo “buenas noches para todos” y bajando apenas un tono completó: “las damas sólo beben luego de que el sol se ha puesto”. Y así, como si nada hubiera de extraño, le dijo al patrón que estaba detrás del mostrador “sírvame una medida de ese uisqui de ahí”.
Si hubiera sido inocente, si hubiera tenido fe, quizás habría pensado que el hombre era un adivino, un mago disfrazado de bolichero atendiendo su alquimia justo enfrente de la Estación de Peñarol, donde la poesía estaba siendo.
Con un toque de picardía y otro de caballerosidad, mientras pasaba la rejilla eterna sobre el mostrador, el hombre le dijo, “Comonó, señora ferroviaria”. Y sin darle tiempo a pensar en nada, avanzó todavía más toreando el asombro de ella y con una sonrisa le dijo “la casa invita, Silvia”.
Ella no es inocente. No pensó en que el dueño del boliche era un augur esperando el momento para manifestarse. Así que preguntó y recibió la respuesta. Siempre hay un ferroviario reconociendo a otro en cada esquina de Montevideo. Siempre hay un minuto para saludarse.
Entonces, con aquel vasito de plástico que Elbia proveyó junto con el agua necesaria para aliviar la sed de los poetas, cargado ahora con el alcohol en la dosis justa para calentar la garganta antes de la lectura, cruzó la calle para reunirse con los oficiantes del rito poético. Y como estaba por llegar el momento de leer, dedicó esos últimos minutos previos a repartir lo que había impreso para que algunos pudieran seguir con los ojos su voz. Alguien se le acercó pidiendo otro ejemplar para “aquel señor de allá, no sé si lo conoce” y cuando miró se encontró con un oficiante pero de otra poesía. La de la música. El “señor de allá” era Yamandú, sacerdote de tambores, amo de la percusión que olvidó un día cuál era la dosis justa y se perdió para su religión de lonja y madera. Ella sabía perfectamente quién era.
Así descubrió que no ser inocente apenas importaba a la hora de presenciar situaciones mágicas, espontáneas, sin magos ni augures que las convocaran. Nada más alcanza con estar en el lugar y la hora apropiados.

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