Una noche cualquiera de insomnio como la de hoy, oigo el viento que atropella las ventanas, enciendo la luz, y me siento en la cama a escribir, con la única finalidad de acallar las voces que desgarran el silencio de mi cuarto de pensión.
Escribo que apago la luz, hundiéndome en la tiniebla como quien desaparece en el agua oscura de un mar desconocido.
Escribo que me acuesto sobre mi lado derecho –el corazón no se anima a soportar mi peso– oyendo el tic tac del reloj insistiendo en sincopar al viento que levanta olas de cristales.
Me estiro, lentamente, tratando de alcanzar los límites de la cama en un vano esfuerzo por aflojarme mientras los gritos resuenan en mi cerebro.
Me llevo las manos a la cabeza y aprieto con fuerza mis oídos; cierro mis ojos y la boca hasta que me crujen los dientes para ahogar los gritos de una vez, para que desaparezcan.
En el momento en que la náusea quiere subir por mi garganta, elevo las piernas flexionadas hasta la altura de mi pecho. Las rodeo con el brazo izquierdo e inclino mi cabeza hasta que la mandíbula se encuentra con mi cuerpo.
Me siento inundado por aquel olor, repugnantemente dulce. Me marea la desesperación que veo en los rostros de esa gente que nunca debió estar allí. Desfilan en ese instante las caras, las bocas abiertas al grito que sólo yo oigo, las llamas empapando los cuerpos de rojos, ocres y tizne.
Recién cuando el otro brazo me ofrece el pulgar de mi mano derecha, la náusea parece remitir, y con ella la tentación; esa abrumadora necesidad de volver a encender los fuegos, de buscar otra vez el placer absoluto en la hoguera, paridora de criaturas salvajes, danzando sobre el telón de fondo de la oscuridad.
Entonces, dejo de escribir, apago la luz, y recostado sobre mi lado derecho (es como mejor duermo) flexiono las rodillas, meto el pulgar en mi boca y espero otra mañana que me dé descanso hasta la próxima batalla contra el impulso que una noche cualquiera volverá a reclamar que encienda mil hogueras en la ciudad.
Escribo que apago la luz, hundiéndome en la tiniebla como quien desaparece en el agua oscura de un mar desconocido.
Escribo que me acuesto sobre mi lado derecho –el corazón no se anima a soportar mi peso– oyendo el tic tac del reloj insistiendo en sincopar al viento que levanta olas de cristales.
Me estiro, lentamente, tratando de alcanzar los límites de la cama en un vano esfuerzo por aflojarme mientras los gritos resuenan en mi cerebro.
Me llevo las manos a la cabeza y aprieto con fuerza mis oídos; cierro mis ojos y la boca hasta que me crujen los dientes para ahogar los gritos de una vez, para que desaparezcan.
En el momento en que la náusea quiere subir por mi garganta, elevo las piernas flexionadas hasta la altura de mi pecho. Las rodeo con el brazo izquierdo e inclino mi cabeza hasta que la mandíbula se encuentra con mi cuerpo.
Me siento inundado por aquel olor, repugnantemente dulce. Me marea la desesperación que veo en los rostros de esa gente que nunca debió estar allí. Desfilan en ese instante las caras, las bocas abiertas al grito que sólo yo oigo, las llamas empapando los cuerpos de rojos, ocres y tizne.
Recién cuando el otro brazo me ofrece el pulgar de mi mano derecha, la náusea parece remitir, y con ella la tentación; esa abrumadora necesidad de volver a encender los fuegos, de buscar otra vez el placer absoluto en la hoguera, paridora de criaturas salvajes, danzando sobre el telón de fondo de la oscuridad.
Entonces, dejo de escribir, apago la luz, y recostado sobre mi lado derecho (es como mejor duermo) flexiono las rodillas, meto el pulgar en mi boca y espero otra mañana que me dé descanso hasta la próxima batalla contra el impulso que una noche cualquiera volverá a reclamar que encienda mil hogueras en la ciudad.
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