En el principio era el Verbo...

xxxxxxxxxxxxx (Juan, cap. 1 vers. 1)
Las malditas hojas en blanco me vuelven loco, decía el flaco y miraba el techo. Su siquiatra, laborioso y tenaz, intentaba en cada sesión escarbarle la conciencia. Hay que decir que no avanzaba mucho. Pese a los intentos del loquero –amables pero firmes–, el flaco sólo hablaba de la única necesidad que tenía. Nada más. No había forma de sacar a luz algo de su vida, de su niñez, de sus dificultades para relacionarse. Para él todo se reducía a una sola cosa: escribir. En su boca, la palabra sonaba en mayúsculas y negrita.

xxxxx Tenía casi tres años de terapia, pero a los saltos; sólo aparecía por el consultorio si estaba en crisis. Cuando el siquiatra lo recibió por primera vez, el flaco estaba en plena depresión. Llevaba casi un año sin poder escribir. La familia insistió tanto con que así no podía seguir, que les dio el gusto para que dejaran de molestarlo y aceptó consultar. ¿Con la intención de resolver la necesidad compulsiva que le impedía vivir como cualquiera? No. Eso ni se le pasó por la cabeza. Simplemente quería un poco de paz para pensar en lo suyo.
xxxxx –Una sola idea. Una sola preciso para comenzar a escribir. Las demás siempre aparecen detrás. Llegan enganchadas haciendo equilibrio en el renglón, o atropellándose por ser escritas. Y cuando tengo suerte, doctor, parecen perlas hilvanadas, prolijitas. Pero sin la primera puta idea, que se me niega desde hace meses, es imposible.
xxxxx Con más o menos variaciones, esa era la cantilena de siempre. Pasaron varias semanas sin notar avances; un día apareció, ojeroso como siempre, pero feliz.
xxxxx –¿Sabe cuántas noches hace que no dormía, doctor? Perdí la cuenta. Pero llegó anoche, viejo. En medio de la noche, el chispazo. Me senté en la cama, prendí la luz y llené seis hojas de un tirón, viejo. ¡Seis! Ya sé, no es mucho… pero puedo otra vez. Por fin puedo.
xxxxx Dejó de verlo por tres meses y reapareció, espantado. No había manera de convencerlo de que su vacío –como él lo llamaba– desaparecería más tarde o más temprano. Nunca aceptó que era cuestión de esperar. El loquero le recetó píldorasparaladepresión, y más píldoras para la angustia. El flaco se aburrió de repetir que no tomaría ninguna.
xxxxx –Tengo que estar lúcido para poder escribir –decía desesperado.
xxxxx El ciclo se repitió durante aquellos tres años. El último período de consultas había finalizado de la misma manera que los anteriores. Una tarde el flaco se presentó sonriente, y mientras palmeaba una carpeta que llevaba bajo el brazo, sin sentarse siquiera, apurado por no perder la inspiración, le dijo:
xxxxx –¿Ve? Volví a escribir. Y esta vez no vuelvo. Esta vez la termino. Me faltan dos capítulos nada más.
xxxxx Seis meses después, el loquero se lo encontró por casualidad. El perfil ganchudo del flaco destacaba en la ventana del café, sentado solo, cerca de la puerta. Entró para saludarlo y se preocupó cuando vio la expresión de sus ojos, fijos sobre la maldita hoja en blanco, la mano izquierda apretando el lápiz como un pescador de caña a la espera del pique. El flaco apenas hizo un gesto de reconocimiento. El loquero insistió hasta que le arrancó la promesa de que volvería a la consulta, y el flaco cumplió.
xxxxx Fueron particularmente sombrías esas sesiones. Llegaba, y sin preámbulo alguno se lanzaba a describir el dolor del vacío absoluto.
xxxxx –En el principio era el verbo –citaba como un autómata–. En el principio era el verbo y yo no puedo escribir. Se me niega el verbo. Y el sujeto y el predicado. No me queda siquiera el rastro de la idea que provocó el sueño que te despierta en mitad de la noche. Yo ya no sueño porque no duermo.
xxxxx –Pero ¿no tenías una novela entre manos vos?
xxxxx –Tengo. O tenía. Treinta y ocho capítulos, la puta madre –casi lloraba el flaco–. Pero me quedé sin asunto, ¿sabés, viejo? ¡Sin asunto! Desapareció de mi cabeza como si nunca hubiera existido. En estos meses me he dedicado a releer lo escrito, podando por aquí, abonando por allá, pero no florece, viejo. Tengo que terminarla o empezar otra hasta que pueda retomarla. Pero tengo que escribir, viejo. Tengo que escribir.
xxxxx En ese estado el flaco atravesaba la vida, y se presentaba puntual a una sesión tras otra cargando con su libretita y el lápiz a todos lados, porque uno nunca sabe.
xxxxx En las últimas sesiones, el flaco dijo que había llegado al límite y que no sabía cuánto iba a aguantar; habló de quitarse la vida. Pero a la vez, el flaco le decía al loquero que no había de qué asustarse. Que nunca se animaría porque –y ese era su pánico más íntimo– le horrorizaba la idea de que, al filo de la muerte, las venas derramándose o en el umbral del estupor provocado por una sobredosis, la puta idea surgiera y él no pudiera parirla por estar casi muerto.
xxxxx –Fijáte si justo cuando estoy por pelarme la veo clara, viejo –decía removiéndose en el sillón, temblando como de frío.
xxxxx La última vez que se vieron, el flaco, que siempre había sido un tipo bonachón, se puso violento.
xxxxx –Yo me pregunto, viejo. Todos los días que te vengo a ver, cuando salgo de acá te juro que me lo pregunto: para qué carajos vengo ¿eh? Si vos sos incapaz de ayudarme. Vos querés que yo viva feliz y resignado a no escribir. Querés que acepte que se puede vivir en el vacío del verbo ausente. Estará bien para vos, que lo único que escribís son apuntes de lo que yo digo. Pero no es vida para mí. –A estas alturas, parado ya y a los gritos–: ¿A qué no sos capaz de darme una idea para escribir? ¿A qué no me das una sola putísima idea que me sostenga vivo y planeando sobre este vacío de mierda?
xxxxxEl loquero, sorprendido ante la reacción se quedó mirando por un segundo aquel ceño fruncido, bajó la vista hacia los apuntes de ese día y se rascó la calva mientras pensaba a toda velocidad qué decir para desinflar ese globo de ira que estaba a punto de reventar.
xxxxx Entonces, pese al temor de estar fomentando el delirio me dijo:
xxxxx –¿Por qué no escribís una historia con esto que te pasa, digo yo?


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