Escaleno II (o Sujeto Omitido I)

Texto referido a Canarios de Yasunari Kawabata





Me di cuenta de cómo estaba la situación cuando vi los bocetos en el estudio. Allí estaban. Sobre la mesa grande donde apoya sus papeles y parte de los tubos de colores y pinceles, en medio de aquel aparente desbarajuste estaban los rasgos de la mujer apenas delineados con una carbonilla gruesa. La cara de la mujer en primer plano, de frente; en una esquina superior sólo los ojos y el ceño, en otra lámina todo el contorno del perfil y parte del cabello detrás del minucioso detalle de la oreja derecha. En otra, los labios como saliendo de la página y los ojos y nariz apenas esbozados.
Vi los bocetos y supe que esa era la última. Las otras habían dejado su huella en el estudio, quedaban más o menos completas sus fisonomías, pero no pudieron llegar a cuadro. Yo me encargué, como me encargaría de ésta también.
Averigüé sus datos en la libreta manchada con dedos de colores que cuelga al lado del teléfono y la llamé. Quedó de recibirme esa misma tarde. Me preparé cuidadosamente para la entrevista.
Yo había aprendido que no hay mejor forma de desprestigiar a un hombre que mostrándose miserable. Parece que la miserable no es culpable de serlo, el culpable es él, por haberla elegido para sí, y seguramente no habrá mujer que sabiéndolo, quiera ser vista con él. Así que me puse el conjuntito de visitar a las amantes de mi marido. Un trajecito negro ratón, bastante viejo, unos zapatos chuecos de taco que sólo uso en estas oportunidades, me pinté con el color bordó más horrible que encontré pero con cuidado, la miseria no puede ser ridícula porque entonces el efecto no es el mismo. El pelo bien sujeto detrás de la cabeza en un moño prolijo. No sé por qué me preocupo tanto por el pelo, si después de todo lo que les digo, lo menos que quieren ver es mi cara, en seguida entran a buscar objetos perdidos por el suelo o a los lados, no vuelven a mirarme a los ojos.
Me recibió, con aquella expresión de ansiedad en la cara que tan bien les conozco. Me senté sin esperar a que me lo ofreciera, y ahí nomás le dije que estaba apurada porque debía ir a recoger a nuestra pobre hija inválida. ¡Qué cara puso! ¡Cómo! ¿No le dijo que tenemos una hijita enferma? me asombré, mientras intentaba no reírme. Entonces aprovechando la circunstancia me escondí tras el pañuelo que me apresuré a sacar de la cartera. Eso hubiera sido suficiente. Supe que ya había ganado la partida y que esa mujer desaparecería inmediatamente. Cómo iría ella, tan buena y bonita a sacarle el marido a una pobre mujer ajada y pasada de moda, y encima un tipo con una carga como esa: una niñita inválida. Pensándolo bien, qué hijo de puta este tipo, ¿no? Dejar a la pobre mujer sola en su casa, desentendiéndose de su hija para jugar al artista-amante. Ni modo de pescarlo algún día con la hija colgándole de la espalda.
Eso era suficiente, digo. Pero se me ocurrió algo divertido y quise probar: Hacía tiempo que andaba con ganas de tener una pareja de canarios. Así que se lo dije. Le dije que mi hijita (ni sabía que nombre inventarle) adoraba los canarios y que no habíamos podido comprarle una parejita porque él no era capaz de ocuparse de sus asuntos como padre, correctamente. Ni siquiera se lo pedí. Simplemente lo comenté, como un ejemplo de lo insensible de su actitud. Me despedí rogándole que no lo viera más, porque no podríamos hacerle frente a la vida solas, mi hija y yo. Y me fui.
La otra tarde, cuando entró a casa con los ojos de carnero degollado, triste y con los canarios enjaulados, pensé que me daba un ataque de risa. Quién sabe qué le habrá dicho ella para sacárselo de encima.


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