Prisiones

De pronto parecía tan fácil sentarse sin pensar demasiado y mirar estúpidamente el papel esperando que desde algún recóndito lugar inexplorado surgiera la inspiración para hacer aquella carta. Despedirse parecía fácil, pensaba mientras se tironeaba del lóbulo de la oreja derecha como siempre que se abstraía del lugar en el que estaba. Pero para variar, lo que había pensado estaba alejado totalmente de la realidad que como siempre le golpeaba duro.

No había manera de decir adiós, lo único que podía hacer era irse nomás. Carajo, pensó. Es la única forma y no puedo hacerlo. Adónde podría ir. Llevaba veintisiete años a su lado, estaban unidos como la palma y el higuerón. Y uno de los dos estaba muriendo.
Parecía fácil, o eso había pensado todos los días de ese mes, y del anterior, y creía que más atrás aún lo había pensado; cada día al levantarse, cada noche al acostarse. Así que hoy decidió sentarse enfrente de una hoja de carta, blanca y aséptica como recién salida de la tintorería. Ahora se le ocurre que es por eso que no puede usarla como usaría a un amigo para contarle qué está pasando, por qué precisa huir, salirse de una vez por todas de ese espacio cerrado en que se le convirtió la vida. Demasiada pureza enfrente para explicar este sentimiento con olor a traición, a cobardía.
Por eso, y porque no habría quién leyera la carta.

Hubiera querido ser leído por ella, como siempre quiso ser oído, tocado, besado por ella, como quiso que lo amara o que se enojara con él para reírse luego, como antes. Como nunca más.
Se paró más que nada para desentumecer la espalda y caminó por la casa sin prender las luces. Para qué, si nada desde hace casi un año ha cambiado de lugar. Se conoce de memoria el orden de los discos, así que al tanteo pone uno en el aparato, y vuelve a sentarse a la mesa; allí bajo un pequeño surtidor de luz, ordena el papel y el lápiz como si fuera algo imprescindible para continuar (¿continuar? qué idea más extraña).

El blues araña la pared y no hay forma de ignorarlo. El papel tapiz se mantiene en su lugar de puro valiente nomás, aunque se nota que está a punto del colapso. La voz ronca deshecha bajo la armónica filosa, aguijoneada por el estilete encordado de una Lucille ya vieja pero nunca afónica, se le cuelga del cuello. La dolorida (doliente) voz le aprieta fuerte los testículos, y con el lápiz en la mano casi desfallecido ya, piensa que está –otra vez– a dos segundos de rendirse como si nada, y aunque ya sea noche volver como todas las tardes del último año al hospital donde sólo queda un cuerpo que todavía palpita.


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