Acaso un liviano des-ahogo...

El momento en que caí en la cuenta de que esas personas que conozco desde siempre dejarán de estar algún día, aún me escarba con su torno el pecho.
Claro que sabía que todos hemos de morir. Pero, ellos no. Estaban antes de mí, y yo me iré y ellos seguirán ahí, como están ahí en este minuto mismo mientras escribo pensaba yo, sin saber que pensaba.

Por eso los he amado (los he odiado) a los dos pero he dejado para dentro de unos días, para un poco más adelante algunos abrazos, algunas disculpas. Cada año que pasa dejo para más adelante un rato compartido. Porque ellos no pasan de estación y siento que sólo yo me consumo. Y este año fue como el de ayer, dejando para dentro de unos días ese momento de silencio mano propia sobre mano ajena, ese momento de ojos en los ojos para verme en ellos, y que se vieran en mí.
Hasta ahora.
Pero todo el tiempo que pasó no está almacenado para que pueda recuperarlo. No hay aliento para la palabra que no se dijo. Ni calor para el abrazo que no fue. Ni está el cuerpo acostumbrado al gesto de recibir y ser recibido en los brazos. No hay lugar para el silencio cómplice del cariño sereno. Persiste en la memoria (por el contrario) el sonido de la máquina de negar, chirriando desde el miedo oculto en el prejuicio, el castigo de la voz tejiendo un dibujo deforme en el que amar y odiar puede ser lo mismo.
Y la culpa.
Cuánta culpa cabe en mi estómago agarrotado de miedo por la pérdida que se entrevé en una madrugada próxima. Culpa por desear que terminara de una vez y para siempre esta vieja batalla entre progenitores y progenitados.
Me rebelo contra la culpa, y ganando, pierdo muros afuera de la razón.
Y aprendo.
Que la culpa me seguirá por siempre, aunque no sea yo culpable sino los valores de vida con que machacaron el perfil duro de mi padre “para que fuera un hombre de bien”. Y lo es. Seguro que lo es. Pero qué carajos tenía que ver eso con el amor, digo yo. Con el amor para la flor delicada que le dio sus hijos, con el amor para sus hijos. Pero mi padre es un hombre de bien. Y tampoco él es culpable, ni su madre que lo penitenció detrás de la puerta, o de su padre que lo obligó a ser carpintero, ni de ambos que lo desgajaron del campo y se lo trajeron al Cordón…
Es difícil no perder el tiempo hablando de la culpa.


15 de junio de 2008


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